martes, 26 de junio de 2012

Piedra, papel o tijera


Piedra, papel o tijera es la crónica de un crimen perfecto: el que comete una sociedad contra sí misma al prescindir de la inocencia. Es una película que rompe toda ilusión en el espectador: su propio desarrollo demuestra que no hay manera de aceptar su final. El pretendido trazo de un rastro de esperanza dentro de tamaña miseria, se hace increíble ante desenlaces parciales inesperados que dibujan un cerco a la propia esperanza que se pretende redimir. No... no te refugies en el carrito de perros calientes: te van a conseguir y también vas a morir.

Lo anterior se magnifica si además constatamos que se trata de una película de muy alta calidad cinematográfica, lo que la hace particularmente eficaz en la transmisión de su mensaje. Un guión sólido, unas actuaciones impecables, una música pegajosa  y adecuada a cargo de Famasloop, con la calidad de sonido a la que nos está acostumbrando el cine venezolano de estos tiempos recientes.

Despertar en una ciudad como Caracas es siempre un azar. El mismo azar que reconocemos cuando apostamos a piedra, papel o tijera para negociar con nuestros hijos finalizar o no la comida servida. No puedes negarte, y lo sabes es el imperativo para entrar en el juego. Pero todos tenemos las mismas probabilidades: seamos ricos o pobres, activistas o desinteresados, conscientes o inconscientes, buenos o malos. Entramos al juego por nuestras propias acciones y son ellas las que configuran lo que llamaremos azar. Por algo, el matemático francés Laplace llamó demonio al azar: un demonio que puede predecir cada uno de nuestros actos y cada una de las consecuencias a las que nos llevarán.

La película está dirigida en una clave similar a la de Magnolia de Paul Thomas Anderson y Crash de Paul Haggis, pero la complejidad no la da la frondosidad de vidas encontradas: en el caso del film de Hernán Jabes son apenas dos familias las que se encuentran; la complejidad proviene entonces de la frondosidad de situaciones trágicas que el azar depara una detrás de la otra y que, en paralelismo situacional con El rumor de las piedras, no dejan paz al acelerado corazón del espectador.

Sin embargo, la cinta de Bellame concede la paz del mar como clave de esperanza. Jabes nos deja en la misma Caracas que minutos antes fue testigo de su reguero de cadáveres y su explosión infinita de miseria humana.

El trailer de la película puede verse por aquí , mientras que sus datos técnicos se consiguen en la propia página de la película.

jueves, 21 de junio de 2012

Matemática y humanidades (Parte IV: El hombre como centro... y Fin)


Es evidente que la palabra humanidades pretende destacar la preocupación por lo inherente al Hombre y colocarlo como el centro del discurso disciplinario. En este sentido, la técnica, los métodos y las fórmulas obtenidas como producto de la investigación científica de la naturaleza serían entidades que apuntan hacia objetivos que están fuera del Hombre y cuya conducta está predeterminada aun cuando no haya sido descubierta. Se puede refutar este argumento con ciertas consideraciones que ya hemos hecho, pero no estaría de más comentar que algunas disciplinas que se suelen colocar en el campo de las humanidades han pretendido, en los últimos tiempos, basar sus certezas en una verborrea esquematicista y metodológica en la que el Hombre aparece más bien desfigurado como un sistema de entrada y salida, enfrentado a un enfoque objetivista que atiende más a resultados mecánicos que al crecimiento espiritual.

No puedo negar que también estos tiempos han creado un matemático con una fuerte tendencia al aislacionismo. De hecho, tal conducta se está convirtiendo en un fenómeno común en todas las ciencias y en aquellas disciplinas que tienen aspiraciones de serlo. Más aún, está sucediendo incluso en aquellos campos que el turgente racionalismo separador ha colocado lejos del quehacer científico; ni siquiera la filosofía (la amante del saber, en su concepción etimológica) se ha salvado de tan atropellante individualismo.

Pero la matemática ha estado ligada tradicionalmente a los esfuerzos de los más grandes filósofos de la humanidad en su anhelante búsqueda de las razones últimas que sustentan al ser humano. “Que no entre quien no sepa geometría”, se atrevió a escribir Platón a las puertas de su famosa Academia. Descartes, por su parte, intentó convencernos de que sus lucubraciones acerca de la existencia de Dios y la naturaleza del espíritu tenían la misma fuerza de sus imponentes resultados geométricos porque, según él, estaban hechos del mismo modo en cuanto se refiere al manejo de la razón. La teoría del conocimiento que desarrollaría Inmanuel Kant en la Crítica de la Razón Pura comienza con un análisis de la posibilidad de la existencia de una matemática pura y la preocupación por el tema justifica muchas de las numerosas páginas kantianas.

Por otro lado, la entusiasta declaración de J.W. Navin Sullivan muestra hasta qué punto el Hombre es el responsable del Universo y no es éste el que le impone ciegas leyes cuya obediencia es ineludible. La teoría de la relatividad, que fue precedida en más de medio siglo por las geometrías no euclidianas, identifica al Hombre como el pivote de la explicación de los fenómenos físicos; no es un títere de ellos. Intuición e imaginación marcan los caminos de la ciencia que, en manos de los grandes pensadores, han sido senderos de extraordinario contenido estético. Sin duda, Einstein absorbió en su integridad la profunda lección recibida de Kant cuando éste afirmó: “Hasta ahora se admitió que todo nuestro conocimiento debía regirse por los objetos... Hagamos por una vez la prueba de si no adelantaremos más en asuntos de metafísica admitiendo que los objetos deben regirse por nuestro conocimiento... Ocurre con esto como con la primera idea de Copérnico, que, no logrando explicar bien los movimientos celestes si se admitía que toda la masa de astros giraba en torno al espectador, probó si no tendría más éxito haciendo girar al espectador y dejando inmóviles a las estrellas”.

Conclusión

La belleza, la libertad de creación y el Hombre como centro. He ahí tres aspectos, nada separados entre sí, que pudieran identificar el quehacer humanístico. Hemos intentado demostrar que la matemática no puede excluirse de las humanidades si son éstos los supuestos que las sustentan. Pero la matemática es una ciencia; de hecho, la ciencia por antonomasia, el desiderátum último de cualquier disciplina del conocimiento que quiera recibir este nombre. Si los argumentos que hasta aquí he expuesto tuvieran alguna posibilidad de ser considerados válidos por el lector, tendrá éste entonces que admitir la artificialidad de la división que se nos impuso. Los días que corren –identificados por la necesidad de obtención de riqueza (a nivel social, grupal o individual; no importa), el objetivismo, la concepción del Hombre como una cifra para alcanzar fines que siempre son más importantes que él mismo, el metodologismo– hacen necesario un individuo de alta especialización y eficiencia, un caballo con gríngolas que corra desaforadamente a la meta trazada, pero que no tenga posibilidad de ver a sus lados. La separación del conocimiento en ciencias y humanidades, unida a otra deformación: la de la palabra vocación, ha sido altamente eficaz en producir este tipo de individuo que, en algunos casos aparece aislacionista, arrogante y exento de dudas y, en otros, como un simple tránsfuga de regiones del conocimiento a las cuales temió acercarse alguna vez en su vida.

El pensamiento es uno solo: la labor excelsa del Hombre, la esencia de lo humano. Al igual que las aves, no muestra su esplendor en cautiverio; ni siquiera en el cautiverio que disfrazado de libre exposición simulan difundir las llamadas escuelas de pensamiento. La integridad del hombre no puede estar sujeta a sectarismos apaciguadores de su capacidad creativa, ofreciéndole un mundo tan ordenado, que lo alejen del hermoso caos que lleva al placer del descubrimiento y la creación. Quizá para terminar, valga la pena colocar un poema de Carlos Augusto León, cuya obra poética está profundamente impregnada de todas estas reflexiones:

No temo a donde vaya el pensamiento.
No le fijo frontera.
Es el hijo más díscolo del Hombre.
Tal vez se extravía a veces.
Mas, siempre abre caminos.
En todo caso,
es así,
vagabundo audaz entre las cosas,
como ha hallado
todo lo que tenemos.

domingo, 17 de junio de 2012

Matemática y humanidades (Parte III: La libertad de creación)

¿Tiene el científico libertad de creación como la tiene el pintor, el escritor o el músico? O será mejor preguntar: ¿en qué consiste la libertad de creación? No pasa uno impune la dura prueba que supone responder una pregunta de esta clase. Pero, con mucha frecuencia, concebimos al científico como amarrado al experimento, al resultado que producirá su laboratorio, incluyendo ese laboratorio que en ocasiones nos atrevemos a llamar realidad. Siendo entonces el científico un interpretador de la realidad, las ideas que produce no representan una creación sino, más bien, un descubrimiento. La naturaleza se le impone, lo lleva de la mano y su trabajo sólo consiste en encerrarla en abstractas formulaciones. Durante siglos fue ésta la idea prevaleciente, incluso para los propios pensadores científicos.

El siglo pasado coronó un proceso secular que incubaba una revelación profunda: el científico es un libre creador de modelos. La pauta la dieron los griegos con Euclides a la cabeza. Aun cuando Euclides creía que la geometría y la aritmética contenidas en sus trece libros eran una representación del universo conocido y que, en consecuencia, su justificación podría venir de una confrontación con tal realidad, el geómetra mayor se empeñó en fundamentar todas sus afirmaciones a partir de nociones, definiciones y postulados básicos que excluyeran la experiencia, pero que permitieran obtener conclusiones coincidentes con dicha experiencia sólo a partir del establecimiento de conexiones lógicas entre estos postulados. Una pequeña duda del propio Euclides alrededor de uno de estos postulados (el quinto) generó siglos de búsquedas e intentos de solución que culminaron en los trabajos de Lobatchevski, Gauss y Bolyai que pusieron al descubierto las geometrías no euclidianas.

¿Qué significaron en su tiempo estas raras geometrías? No podían verse como una interpretación de la realidad, pues lo que se entendía en ese entonces como realidad correspondía a la visión que presentaba la geometría euclidiana. Pero estos pensadores no se arredraron: llevaron su creación hasta donde ésta les condujera, más allá de cualquier contacto con una realidad que venía preestablecida. No hablo de la valentía de exponer tales resultados al público (valentía que, dicho sea de paso, Gauss no mostró ante la posibilidad de dañar su inmenso prestigio) sino al hecho de darse la libertad de creer en la validez de los conceptos que sus mentes producían. ¿No es esto libre creación de la mente? ¿No hay en este acto la misma actitud de los vanguardistas del arte cuyas creaciones trascienden los valores establecidos?

La aparición de las geometrías no euclidianas fue apenas un capítulo de una extraordinaria revisión que vivió la matemática en el siglo pasado, revisión aguzada por las paradojas que el infinito incorporó a la teoría de conjuntos introducida por Georg Cantor y que condujo además a profundas polémicas acerca de los fundamentos de la matemática y el papel de la intuición en la labor de los matemáticos.

La principal víctima de tal revolución (más que revisión) fue la concepción de la ciencia como un espejo de una realidad supuestamente objetiva, como un mero sistema de interpretación impuesto al hombre desde fuera de sí. J. W. Navin Sullivan lo expresa de manera magistral: “El matemático es totalmente libre, dentro de los límites de su imaginación, para construir el mundo que le plazca. Lo que haya de imaginar es un asunto de su propio capricho; no por ello estará descubriendo los principios fundamentales del Universo ni entrará en relación con las ideas de Dios”.

Una revisión superficial de la ciencia con algo de ingenuidad mágica pudiera hacer creer a algún desprevenido que esta última afirmación está equivocada. La aparición de la teoría de la relatividad puso al descubierto lo débil de la geometría euclidiana como representación del nuevo universo físico que la relatividad presentó. Podría pensarse, con actitud mística, que la aparición de las geometrías no euclidianas, setenta años antes, era una premonición pues fueron ellas quienes ocuparon el lugar que quedó vacante. Sin embargo, el mismo Einstein defendió en todo momento su famosa teoría como una obra de libre creación humana y abarcó con este mismo concepto toda la ciencia creada por el ser humano a lo largo de la historia.

Ante el rasgamiento de las vestiduras de los infaltables plañideros de filiación escolástica contestó desafiante: “La imaginación es más importante que el conocimiento”. Navin Sullivan, por su parte, lleva esta posición a un punto que, a pesar de su extremismo, mantiene intacta su belleza: “[...La matemática] ayuda a mostrarnos hasta qué punto lo que existe depende de la manera en que nosotros existimos. Somos los promulgadores de las leyes del Universo. Incluso es posible que sólo podamos experimentar lo que hemos creado, y nuestra mayor creación matemática es el mismo Universo material”.

miércoles, 13 de junio de 2012

Matemática y humanidades (Parte II: La belleza)

En una conferencia hermosa y erudita, titulada La belleza desde el punto de vista de la matemática, el Dr. Mauricio Orellana Chacín, uno de los matemáticos más importantes del país, mostró la delicada imbricación entre un buen número de manifestaciones artísticas plásticas (tanto en su forma ordenada, es decir, en términos de perspectiva, simetría y proporcionalidad, como en las aparentemente caprichosas del arte moderno) y profundas ideas matemáticas como, por ejemplo, las de grupos geométricos, fractales y caos.

Sitúa así Orellana Chacín a la matemática en el digno papel de garante de la solidez estética de buena cantidad de obras maestras que abarcan casi toda la historia del arte universal. Mas, sin embargo, pienso que la relación de la matemática con la belleza puede llevarse a una compenetración más profunda que describa la belleza intrínseca a la creación matemática en sí misma. La departamentalización del conocimiento de la cual nuestra época es víctima magna hace que esto no sea tan fácil de digerir, pero quizá la clave para la correcta comprensión la dé el propio Orellana Chacín cuando comienza su conferencia advirtiendo que el concepto de belleza varía con la historia y la cultura.

Por otra parte, Gottfried Hardy, uno de los grandes maestros de la matemática del siglo XX afirmó que: “Puede ser difícil definir la belleza matemática, pero lo mismo sucede con cualquier clase de belleza; podemos no saber concretamente lo que entendemos por un poema bello, pero esto no nos impide reconocerlo cuando lo leemos”.

No hay duda: nuestra percepción de la belleza está regida por nuestra educación; obedecemos cánones que, en muchos casos, tienen ancestralidad milenaria. Golpean violentamente nuestra vista las decoraciones que de sus rostros hacen las mujeres de muchos pueblos africanos, pero tampoco tenemos el derecho de pensar que a sus hombres produzca alguna emoción estética la pálida languidez de nuestras reinas de belleza. Pero no es el momento de distraernos tratando inútilmente de hacer competencia a las sabrosas crónicas de Rubén Monasterios y volviendo a las ideas de Hardy los invito a revisar el siguiente texto:

...y si el sostén nudoso de tu báculo
encuentra algún obstáculo a tu intento,
¡sacude el ala del atrevimiento
ante el atrevimiento del obstáculo!

Quizá se necesite una especial educación (por supuesto que no necesariamente en términos formales) para identificar la cálida juguetonería de las palabras en estos versos del poeta cubano Nicolás Guillén. Pero en cuanto tenemos el entrenamiento para identificar la belleza podemos deducirla de tales versos, incluso antes de entender el pleno significado de los mismos: la sola disposición de las palabras en el texto es fuente de emoción estética. Es decir, una vez capacitados para la captación de la belleza, su presencia nos impacta de forma inmediata, su percepción es automática; pero esta capacitación puede ser (y muy a menudo lo es) producto de un largo entrenamiento y de profundos e íntimos contactos con esas formas de belleza que luego identificaremos con facilidad.

(El párrafo anterior me trae a la memoria una película de Isabel Coixet: La elegida  protagonizada por Ben Kingsley y Penélope Cruz. La película asienta su hilo narrativo sobre una interesante premisa: La belleza está en los ojos del que mira.)

Hoy en día pocas personas se encuentran capacitadas para comprender la belleza de la matemática, porque lejos de recibir educación para dicha comprensión estética han sido víctimas de una feroz propaganda antimatemática que, desde diversos frentes, la presenta como un árbol seco lleno de espinas al cual ha de treparse. Es posible que en un filme percibamos la belleza de un león, pero no lo haremos en una montaña si pretende hacernos formar parte de su dieta. En buena medida, los matemáticos somos corresponsables de estas deformaciones por un exceso de celo en la transmisión del rigor que nuestra ciencia necesita; rigor que, por otra parte, también exige una preparación y una vocación especiales. Quizás, si el énfasis de la enseñanza estuviera puesto más en la generación de las ideas que en la mera información de las mismas, podríamos explotar con mayor facilidad el extenso mundo de relaciones que revela la profunda armonía de la experiencia matemática. Pero éstas son consideraciones de otro discurso. Por ahora me gustaría dar una muestra de una proposición matemática muy elemental cuya belleza me parece evidente, y que puede remontar al lector a sus recuerdos de bachillerato.



En la figura anterior tenemos dos baldosas cuadradas rosadas iguales, cada una de las cuales se ha manchado con cuatro triángulos rectángulos azules también iguales entre sí. Comentadas todas estas igualdades, es claro que las zonas que quedan rosadas en ambas baldosas son también iguales (en área, quiero decir). Pero a la izquierda la zona rosada es el cuadrado construido sobre la hipotenusa del triángulo rectángulo y a la derecha está formada por los dos cuadrados construidos sobre los catetos. En otras palabras, el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos. Nada más y nada menos que el archinombrado teorema de Pitágoras. Pensaba escribir "archiconocido", pero no estoy seguro de que muchos lo hayan conocido hasta este punto de intimidad en el que lo vemos aquí.

El teorema de Pitágoras no es la obra más importante de este extraordinario matemático (o de su escuela que, para el caso, parece ser lo mismo), pero es tal la fama que adquirió que ha ocultado al lego contribuciones pitagóricas de muy largo alcance que están en el centro mismo de lo que se suele llamar “matemáticas superiores”. Los pitagóricos estuvieron convencidos durante mucho tiempo de que, dados dos segmentos de diferente tamaño, siempre era posible conseguir una medida común que estuviera contenida en ambos un número entero de veces; por decir algo, el más largo mediría 15 de estas unidades y el menor 7. Esta creencia tenía incluso un contenido religioso. Sin embargo, su propio teorema fue utilizado para derogar jubilosamente (aunque parezca contradictorio) tal creencia en la posibilidad de división entera de los segmentos.

Esta alegre derogatoria inaugura la presencia de los números irracionales, base en la que se han asentado disciplinas matemáticas muy importantes de nuestro tiempo como el Análisis o la Topología. Mas no es éste el único mérito histórico de este hermoso trabajo sino que, además, significa la primera demostración por reducción al absurdo de que se tenga noticia en la historia del pensamiento, cualidad que incrementa aún más el goce estético por el sentido de sorpresa que subyace a toda demostración de este tipo. La demostración por reducción al absurdo consiste en negar precisamente lo que queremos demostrar, lo que nos llevará a una contradicción que será justamente el aval de nuestra verdad. No daré la demostración para no entrar en consideraciones técnicas que alarguen demasiado el discurso, pero quiero informar al lector que la derogatoria pitagórica se traduce a nuestro lenguaje moderno con la afirmación “la raíz cuadrada de 2 es un número irracional”. Así lo conocen nuestros escolares, pero ignoran toda la historia que envuelve tal afirmación.

Los irracionales son el centro de un discurso matemático que contiene profundas sorpresas: el infinito. Comúnmente se admite la idea de infinito como una posibilidad de extensión sin límite: los números naturales (los que sirven para contar) forman un conjunto infinito, pues si alguien pretendiera fijarnos un límite bastaría sumar 1 a tal límite para obtener un número mayor, así del 1 obtengo el 2, del 2 obtengo el 3, del 3 obtengo el 4... y nadie detendrá este juego sin saber que puede continuar su variedad.

Pero la extensión sin límite es sólo una forma del infinito. Existe también la posibilidad de encerrar infinitos elementos en un espacio limitado, por ejemplo un segmento de recta. Basta observar que los extremos pueden marcarse con 0 y 1 con lo que el centro del segmento corresponderá a ½. Partido el segmento en dos de esta manera se pueden dividir ambos por la mitad para obtener puntos correspondientes a ¼ y ¾. Con las cuartas partes obtenidas se puede hacer una nueva subdivisión por la mitad y así sucesivamente. Quien piense que marca todo el segmento con estos puntos se equivoca, pues observará que puede hacer lo mismo con las terceras partes, con las quintas partes, con las sextas partes, etc. Pero, aun imaginando haber terminado de colocar todas estas infinitas partes, se le puede demostrar que quedarán tantos huecos sin identificar en el segmento que son aún más de los que ha llenado: ¡producen un infinito más grande que otro infinito! ¿Quiénes son estos misteriosos números identificadores que perturban de tal manera el espíritu? Pues, nada más y nada menos que los irracionales pitagóricos.

Quisiera decir muchas cosas más acerca de estas ideas de perturbadora belleza, pero mi discurso no puede ser infinito y para un acercamiento a ellas desde la literatura les recomiendo la lectura de algunos textos maestros de Jorge Luis Borges, como La Biblioteca de Babel, Avatares de la tortuga, La perpetua carrera de Aquiles y la tortuga, La doctrina de los ciclos, Funes el memorioso, La noche cíclica y, en una medida sutil de forma sublime, en El Aleph, El jardín de senderos que se bifurcan y El libro de arena.

domingo, 10 de junio de 2012

Matemática y humanidades (Parte I)

Al amigo Héctor Concari

(A petición del amigo que recibe la dedicatoria de esta serie de entradas, voy a trasladar a este blog las secciones de un artículo relativamente largo de mi libro La aventura de la matemática, titulado La matemática: ¿una rama de las humanidades?. Dado que me he propuesto hacer entregas cortas en el blog, voy a verter el artículo separado en las mismas partes en que está escrito en el libro, con intervalos de tres días entre parte y parte. Gracias a quienes me siguen.)

De larga data es la fascinación del hombre ante lo ordenado, lo armonioso, lo preciso, lo pulcro. De alguna forma, lo acabado anima el espíritu con el asombro que despierta el misterio no revelado de la elaboración. Es este asombro el que usa el poder (cualquier poder) para alejarnos de la belleza intrínseca al caos de la creación y encerrarnos en esquemas de pensamiento que, lejos de animar el espíritu a la explosión generadora de ideas y conceptos, lo aletargan en la tranquilidad que da lo seguro y lo establecido. El racionalismo, la obra magna de la filosofía occidental, el susten­táculo de la ciencia moderna, ha sido injustamente usado como vehículo portador de tal letargo. Las clasificaciones racionales, tan necesarias para la distribución del conocimiento, han sido llevadas a un extremo que, a su vez, condujo a una pérdida de la visión global del conocimiento verdaderamente creativo para sustituirla por visiones parciales de muy corto alcance, separadoras del auténtico saber en compartimientos estancos. De todas estas clasificaciones, la más evidente y, al mismo tiempo, la más artificial es la que señala fronteras entre las ciencias y las humanidades; clasificación que a lo largo de los siglos involucionó hasta generar un individuo de carácter típico, exento de dudas y encerrado en torre de marfil, al cual en otras oportunidades me he arriesgado a llamar “ignorante ilustrado”.

En el año 1960, al momento de recibir el Premio Nobel de literatura, el poeta francés Saint-John Perse pronunció un vibrante discurso en el que reclamaba la legitimidad de la poesía frente a la ciencia, legitimidad menoscabada por el enorme impulso que esta última recibió durante los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Son estas sus palabras: “Cuando consideramos el drama de la ciencia moderna que descubre sus límites racionales hasta en lo absoluto matemático; cuando vemos, en la física, que dos grandes doctrinas fundamentales plantean, una, un principio general de relatividad, otra, un principio «cuán­tico» de incertidumbre y de indeterminismo que limitaría para siempre la exactitud misma de las medidas físicas; cuando hemos oído que el más grande innovador cien­tífico de este siglo, iniciador de la cosmología moderna y garante de la más vasta síntesis intelectual en términos de ecuaciones, invocaba la intuición para que socorrie­se a lo racional y proclamaba que «la imaginación es el verdadero terreno de la germinación científica», y hasta reclamaba para el científico los beneficios de una verda­dera «visión artística», ¿no tenemos derecho a considerar que el instrumento poético es tan legítimo como el instrumento lógico?”.

Es visible que el laureado poeta basaba su reclamo en el hecho indiscutible de que tanto el científico como el escritor dedican su vida a la actividad creativa, sostenida en primerísimo lugar por ese hermoso don del pensamiento que hemos llamado intuición. Si un hombre de la brillantez de Saint John Perse es capaz de remontar su espíritu al tiempo en el que los hombres de conocimiento mostraban la luz sin importarles la fuente, vale la pena preguntarse dónde están las fronteras de la división que nos impuso el énfasis racionalista. La búsqueda de tales delimitaciones nos conducirá, ojalá lo logremos en estas líneas, al carácter artificial de la separación que hemos identificado líneas atrás. Por fuerza, nuestro enfoque ha de ser limitado ya que sólo podemos hablar de matemática, que es el terreno donde hemos desbrozado apenas un poco la tupida maraña de nuestra ignorancia. Sin embargo, ello nos dará alguna ventaja por esa particular localización de la matemática en un ideal trono de la actividad científica.

Sentemos, pues, nuestros reales en el centro del dilema que queremos combatir e iniciemos la tarea con preguntas simplificadoras: ¿qué son las humanidades?, ¿cuáles esferas de la actividad humana consideraremos incluidas en ellas? A despecho de la posibilidad de pensar en muchas otras, creo que en lo fundamental la respuesta podría conducirse sobre tres aspectos: la belleza, la libertad de la creación y el hombre como pivote del discurso disciplinario. Veremos entonces en las próximas entregas en qué medida la matemática disfruta o participa de ellas.