miércoles, 26 de diciembre de 2012

Feliz Navidad (Joyeux Noël) de Christian Carion


¿Qué se produce si pones frente a frente dos seres humanos sin mensajes aversivos? Respuesta: una confraternidad. Al contrario de Plauto y Hobbes, me cuesta creer que -al menos en su estado natural- el hombre sea lobo del hombre. La guerra es un producto altamente elaborado de la "civilización", como fenómeno de masas necesitado de la política. El discurso de nuestra infancia está bañado en abstracciones que no necesariamente terminamos de comprender; la guerra se basa en tales abstracciones. Huimos de la muerte en tanto tenemos de ella una seguridad tan fatal que proceder en su búsqueda no es otra cosa que una necedad o quizás una manera de recalcar espectacularmente el propio valor de la vida. Posponemos la esperanza de la muerte hasta la vejez: el último suceso de una vida que cumplió su ciclo.

La guerra nos enfrenta a la muerte, pero -salvo por la tropa profesional- al frente de guerra van los jóvenes, aquellos cuya muerte se presiente lejos en circunstancias naturales. Siempre me ha sorprendido que esta macabra convocatoria haya sido aceptada no con sumisión o recelo, como cabría esperar, sino con verdadero entusiasmo y convencimiento de su necesidad. Pero para eso están los mensajes, para eso está la propaganda y, sobre todo, para eso está la política. Salir contento con un fusil al hombro con la idea de matar a gente a quien ni siquiera conozco es una actitud que solo proviene de la más pura irracionalidad disfrazada -antinómicamente- de racionalidad idealista. No en vano Einstein afirmó: "Que alguien sea capaz de desfilar muy campante al son de una marcha basta para que merezca todo mi desprecio; pues ha recibido cerebro por error: le basta con la médula espinal." (Einstein, Albert. Mi visión del mundo. Fábula Tusquets Editores. 4ª edición. Barcelona, España. 2002. Pág. 13.)

El conflicto que en 1914 comenzó en los Balcanes y que años después recibiría el nombre de Primera guerra mundial, fue prevista en sus inicios por los ejércitos intervinientes como un asunto de fácil despacho que apenas duraría unos cuantos meses. Lejos estaban en ese momento de sospechar que los cuatro años siguientes redefinirían el concepto de guerra (en general) hacia el de guerra moderna, caracterizada por un muy alto poder de fuego representado por novedosos instrumentos de destrucción humana masiva como la ametralladora, el tanque de guerra, la aviación y el submarino. Lejos quedarían los escenarios heroicos de la batalla cuerpo a cuerpo, sustituidos ahora por una impersonal matanza a la distancia: la aniquilación perfecta, sin siquiera entrar en contacto directo con el enemigo.

La trinchera pasó entonces a ser el mecanismo de defensa por excelencia: larga zanja cavada en la tierra, donde se convivía con las ratas, los insectos y los propios detritus de los soldados; la primera guerra mundial fue una guerra de trincheras. Entre trincheras enemigas encontradas quedaba una zona de terreno, denominada la tierra de nadie, lugar desde donde emanaba la putrefacción de los caídos en batalla y los gritos de los heridos que no habían podido alcanzar la trinchera propia. Fácil es imaginar la impotencia de los atrincherados, incapaces de auxiliar a sus compañeros o de recoger los cuerpos de aquellos que se habían hecho acreedores de su amistad. Salir de trinchera hacia la batalla, exponiendo el pecho a la artillería enemiga, es uno de los actos más aterradores de la experiencia humana, según el testimonio que dejaron los propios soldados sobrevivientes de la contienda.

Precisamente como una contraposición a Hobbes, el día de Navidad del mismo año de inicio de la guerra, se dio una extraña situación en varias zonas del frente de batalla, que prendió las alarmas de los altos mandos en disputa. Escenas de confraternidad entre los soldados enemigos llegaron al extremo de organizar partidos de fútbol, como si el terreno de confrontación separara dos clubes sociales y no dos fieros ejércitos dispuestos a acabar cada uno con el otro. Basado en estos hechos -cuya documentación está aún incompleta- Christian Carion escribió y dirigió en 2005 el film Feliz Navidad (Joyeux Noël), en una coproducción donde participaron Francia, Alemania, Reino Unido, Bélgica y Rumanía.

La ficción de Carion hace a la música responsable del inicio del episodio de confraternidad. Desde la trinchera alemana, la voz del tenor Nikolaus Sprink (representado por Benno Fürman) resuena en medio del silencio de la noche, con las agradables notas de Noche de paz, sorprendiendo por su calidad vocal a los enemigos franceses y escoceses en sus respectivas zanjas. En un momento de silencio, el camillero y sacerdote escocés Palmer (Gary Lewis) devuelve con la tradicional gaita de su país, las notas del villancico, animando al tenor a la continuación. Desde este momento, la película nos involucra en una serie de episodios tan increíbles como llenos de tensión emocional. Sospechamos a cada momento que la puesta en escena es frágil, que cambiará brutalmente en los instantes siguientes. Confundimos lo racional con lo irracional y no podemos atinar dónde está uno y dónde el otro.


Se ha criticado la película acusándola de una suerte de maniqueísmo que la hace atonal en su planteamiento. Es posible que esto sea así, pero sin embargo no creo que pueda decirse que cae en extremos cursilistas o incluso sentimentalistas, por el contrario el discurso fílmico mantiene la solidez en todo su trayecto; las actuaciones son consistentes y refuerzan el mensaje, me gusta mucho el trabajo de Gary Lewis, que no desmerita el que había hecho cinco años antes en Billy Elliot; quizás Fürman peca un poco de falta de profundidad en el personaje, pero la propuesta en general está bastante bien lograda y el espectador de esta obra no puede quedar indiferente ante la misma. Como no podía faltar el toque femenino, la presencia de la soprano Anna Sörensen (interpretada por la bellísima Diane Kruger) conmueve la noche de los soldados y también el corazón del espectador.

No puedo cerrar la nota sin referirme a los parlamentos, que son simplemente excepcionales. Desde las escenas en las que los niños recitan, en sus salones de clase, poemas que destilan odio hacia los que años después serán sus enemigos, pasando por la discusión de dos oficiales franceses, uno de los cuales exclama "He sentido mucha más humanidad en algunos soldados alemanes que en los franceses satisfechos que juzgan la guerra al frente de un pavo relleno", hasta la misa oficiada por un obispo escocés que incita a matar a los alemanes porque no pueden ser hijos de Dios; misa que hace al sacerdote Palmer (Gary Lewis) tomar la decisión más importante de su vida.

La película es una opción muy recomendable en estos días que algunos llaman de reflexión, aunque los excesos demuestren lo contrario. Por lo demás es una propuesta que aborda el tema de la Navidad, alejado de las cursilerías norteamericanas alrededor de gordos cansados, vestidos de rojo y con barbas postizas. Vale la pena reunir a la familia en torno a un producto del que se puede hablar con serenidad, pero no con indiferencia.