jueves, 30 de agosto de 2012

Ada y Babbage: ciencia e imprudencia



¿Sabías, lector, que la primera persona que escribió un programa para computadoras fue una mujer? ¿Y que, además, era hija de un poeta: el gran Lord Byron? Se llamaba Ada Byron, (1815-1852) heredera particular del talento de su padre, aunque orientado por las inquietudes de su madre, pues ésta prefería la matemática a la poesía, a tal punto que su famoso marido cambió su nombre de Anabella Milbanke al sobrenombre de "Princesa de los paralelogramos". El matrimonio del poeta y Anabella fue fugaz y, según parece, lo único rescatable que dejó fue la talentosa niña.




Ada Byron escribió su programa en la flor de la juventud, pero lo malo del asunto es que el dichoso programa nunca pudo ser probado, por la sencilla razón de que la máquina que lo ejecutaría -la máquina analítica- nunca fue terminada de construir.


Y es que esta historia tiene sus cosas, porque el encargado de construir la particular máquina era uno de los sabios más connotados de Inglaterra para la época: el gran Charles Babbage, quien había convencido con anterioridad al gobierno británico para que le financiase otro proyecto fallido de máquinas de cálculo automático: la máquina de diferencias. Esta máquina y la máquina analítica eran primitivas formas mecánicas de lo que hoy llamamos computadoras. Triste fue que ninguno de los dos proyectos de Babbage llegó jamás a ver la luz.

No nos hagamos una mala idea de este caballero. El tiempo demostró que todos sus conceptos eran acertados en lo esencial. Sin embargo, las cantidades de energía necesaria para hacer funcionar sus máquinas con puras partes mecánicas, nunca estarían a la disposición. Cuando lo mecánico se sustituyó por pasos de pequeñas corrientes eléctricas, es decir cuando apareció la electrónica, entonces la computadora pudo estar a la disposición del hombre, con esquemas de cálculo y lógica idénticos a los propuestos por Babbage, lo que hizo que la posteridad denominara a éste con el mote de Padre de la computadora.

Ada Byron y Charles Babbage se conocen en el año de 1834, en una visita que la joven dama de 17 años hiciera al taller del ya maduro inventor y matemático. La fama de Babbage era tal que ir a conocer este taller formaba parte de los pasatiempos de la gente acomodada de la época y Ada lo hizo acompañada, nada más y nada menos, que de la notable científica Mary Sommerville y de Sophia Morgan, esposa del gran lógico Augustus de Morgan. Un trío de mujeres relacionadas colateral o activamente con la ciencia no era un espectáculo común en la ya conservadora época previctoriana.

Se inicia entonces lo que pudiera llamarse un matrimonio científico, pues la muchacha comprende de inmediato el funcionamiento de la máquina, escribe un libro sobre la misma y, como ya mencionamos, escribe un programa, el cual consistía en calcular unos números llamados números de Bernouilli, en honor al matemático que los había descubierto en el siglo anterior.

Bueno... todas estas cosas se quedaron en el tintero: las visiones de Babbage eran muy adelantadas para su época. Pero, de la misma manera, su genialidad lo llevó a la imprudencia, en la que arrastró a la bella Ada quien, ostentaba el título de condesa de Lovelace, por ser la esposa del acaudalado conde William Lord King.

El caso es que Babbage llegó a considerar muy seriamente que había descubierto una fórmula infalible para ganar las carreras de caballos, lo que serviría para el financiamiento de sus proyectos científicos. Convenció a Ada de ello y ésta convenció a su marido. Y nadie –óigase bien: ¡nadie!– va a encontrar fórmulas infalibles para ganar en los juegos de azar. Al final la familia King Byron quedó en la bancarrota; matrimonio e inventor se pelearon y hasta allí llegó la cosa.

El primer lenguaje de programación diseñado para la armada de los Estados Unidos se llamó Ada, en honor a nuestra heroína.

martes, 14 de agosto de 2012

Proof de John Madden o el drama de heredar el talento


A Roberto Bravo, en celebración de nuestras felices coincidencias.


Ya parece un lugar común asociar el ejercicio de la matemática a la locura; el cine no escapa de esta tendencia. Las pocas veces que el séptimo arte nos ha hecho el honor de incluir la disciplina en sus líneas argumentales, los papeles de matemático suelen estar asociados a desórdenes mentales. Si nos damos un paseo por este "género" conseguiremos cosas buenas o bastante aceptables como π, ópera prima de Darren Aronofski; En busca del destino (Good wil hunting) de Gus Van Sant o la muy popular Una mente brillante de Ron Howard, a la que no le quedaba más remedio ya que se trataba de la vida de John Forbes Nash, un matemático esquizofrénico que se hizo acreedor al premio Nobel.

Algún lector me podrá ripostar con algo como El espejo tiene dos caras de Barbra Streissand, pero no dejará de reconocer que el personaje aburrido de la película es precisamente el matemático y no la profesora de literatura, por lo cual no nos abandonan aquí los estereotipos. (Bueno... no podíamos esperar que la Barbra asumiera el papel de fastidiosa en su propia película, pero de haber sido una matemática divertida hubiera logrado varias redenciones: como mujer, como matemática y en favor de una disciplina estigmatizada por sus estereotipos.) Otra cinta que le podrían echar en cara a mi tesis es Los crímenes de Oxford de Alex de la Iglesia, donde el principal defecto del protagonista matemático es una profunda vanidad, y aquí no habría nada que decir pues se identifica mucho de eso en el medio.

John Madden, que en los días que corren pasó muy fugazmente por nuestra cartelera capitalina con El exótico Hotel Marigold y quien se ganó el Óscar (e hizo que lo ganara Gwyneth Paltrow) con Shakespeare apasionado, dirigió en el año 2005 una de esas películas que nuestros distribuidores nacionales deciden que no es para nosotros. Se trata de Proof (en España se llamó La verdad oculta), una película en la que repite a Gwyneth Paltrow colocándola al lado -nada más y nada menos- de Sir Anthony Hopkins. Ambos muy aceptables en sus papeles (Hopkins destaca más que Paltrow) pero, a su pesar, la película no deja de arrastrar cierta lentitud que a ratos es exasperante.


Lo cierto del caso es que Hopkins interpreta a Robert, un matemático (loco... ya no hay sorpresas) que comienza como un hombre de producción brillante en sus años mozos -otro estereotipo, pero esta vez dentro del propio ambiente matemático- época en la que produce una obra extraordinaria (aparentemente en teoría de números) antes de que su mente colapsara. Catherine (Paltrow), una de sus hijas, se plantea en un momento dado seguir carrera matemática y su propio desempeño en la disciplina la pone frente al dilema más grande de su vida: ¿qué ha heredado de su padre: la genialidad o la locura?

Claras o veladas aparecen en este drama críticas a sacrosantas instituciones. La Academia no es más que una cobarde agrupación de individualistas buscadores de gloria, capaces de solidaridad cuando ya ésta no implica compromiso alguno; no de otra manera se puede interpretar el discurso de Catherine en el velorio de su padre. Las relaciones familiares (o la familia misma) las representa Claire (Hope Davis, impecable), una hermana atosigante, citadina, desdeñosamente segura de sí misma, de hábitos fijos y vida calculada que consigue agudizar en Catherine la dramática duda, hilo conductor del argumento de la película.

A pesar de las actuaciones y lo interesante del tema, la película carece de la fuerza necesaria para inquietar al espectador con su hilo narrativo. Hay momentos de alta intensidad dramática, casi todos con la presencia de Hopkins, pero son hitos aislados en una película de muchas discontinuidades. Por su parte, Paltrow, aunque correcta, no logra convencernos del todo ni hacernos sufrir con su drama personal.

En cuanto a la matemática respecta, he leído críticas que la conciben dentro de la trama como accesoria; en opinión de estos críticos cualquier otra disciplina científica hubiera insertado bien. No consigo manera de argumentar en contra, pero es difícil pensar cómo un grupo musical integrado por científicos afines pueda "escribir" una canción que consista en tres minutos de silencio, a menos que la canción se llame i. Por otra parte, las alusiones a los primos de Germain o al número 1729 en relación a Ramanujan son absolutamente prescindibles.

La película está basada en la obra teatral del mismo nombre de David Auburn, (en youtube se se consigue en dos partes: ésta y ésta) quien funge de coguionista del film. Gwyneth Paltrow hizo el papel de Catherine en algunas representaciones de la obra en Londres.