domingo, 17 de junio de 2012

Matemática y humanidades (Parte III: La libertad de creación)

¿Tiene el científico libertad de creación como la tiene el pintor, el escritor o el músico? O será mejor preguntar: ¿en qué consiste la libertad de creación? No pasa uno impune la dura prueba que supone responder una pregunta de esta clase. Pero, con mucha frecuencia, concebimos al científico como amarrado al experimento, al resultado que producirá su laboratorio, incluyendo ese laboratorio que en ocasiones nos atrevemos a llamar realidad. Siendo entonces el científico un interpretador de la realidad, las ideas que produce no representan una creación sino, más bien, un descubrimiento. La naturaleza se le impone, lo lleva de la mano y su trabajo sólo consiste en encerrarla en abstractas formulaciones. Durante siglos fue ésta la idea prevaleciente, incluso para los propios pensadores científicos.

El siglo pasado coronó un proceso secular que incubaba una revelación profunda: el científico es un libre creador de modelos. La pauta la dieron los griegos con Euclides a la cabeza. Aun cuando Euclides creía que la geometría y la aritmética contenidas en sus trece libros eran una representación del universo conocido y que, en consecuencia, su justificación podría venir de una confrontación con tal realidad, el geómetra mayor se empeñó en fundamentar todas sus afirmaciones a partir de nociones, definiciones y postulados básicos que excluyeran la experiencia, pero que permitieran obtener conclusiones coincidentes con dicha experiencia sólo a partir del establecimiento de conexiones lógicas entre estos postulados. Una pequeña duda del propio Euclides alrededor de uno de estos postulados (el quinto) generó siglos de búsquedas e intentos de solución que culminaron en los trabajos de Lobatchevski, Gauss y Bolyai que pusieron al descubierto las geometrías no euclidianas.

¿Qué significaron en su tiempo estas raras geometrías? No podían verse como una interpretación de la realidad, pues lo que se entendía en ese entonces como realidad correspondía a la visión que presentaba la geometría euclidiana. Pero estos pensadores no se arredraron: llevaron su creación hasta donde ésta les condujera, más allá de cualquier contacto con una realidad que venía preestablecida. No hablo de la valentía de exponer tales resultados al público (valentía que, dicho sea de paso, Gauss no mostró ante la posibilidad de dañar su inmenso prestigio) sino al hecho de darse la libertad de creer en la validez de los conceptos que sus mentes producían. ¿No es esto libre creación de la mente? ¿No hay en este acto la misma actitud de los vanguardistas del arte cuyas creaciones trascienden los valores establecidos?

La aparición de las geometrías no euclidianas fue apenas un capítulo de una extraordinaria revisión que vivió la matemática en el siglo pasado, revisión aguzada por las paradojas que el infinito incorporó a la teoría de conjuntos introducida por Georg Cantor y que condujo además a profundas polémicas acerca de los fundamentos de la matemática y el papel de la intuición en la labor de los matemáticos.

La principal víctima de tal revolución (más que revisión) fue la concepción de la ciencia como un espejo de una realidad supuestamente objetiva, como un mero sistema de interpretación impuesto al hombre desde fuera de sí. J. W. Navin Sullivan lo expresa de manera magistral: “El matemático es totalmente libre, dentro de los límites de su imaginación, para construir el mundo que le plazca. Lo que haya de imaginar es un asunto de su propio capricho; no por ello estará descubriendo los principios fundamentales del Universo ni entrará en relación con las ideas de Dios”.

Una revisión superficial de la ciencia con algo de ingenuidad mágica pudiera hacer creer a algún desprevenido que esta última afirmación está equivocada. La aparición de la teoría de la relatividad puso al descubierto lo débil de la geometría euclidiana como representación del nuevo universo físico que la relatividad presentó. Podría pensarse, con actitud mística, que la aparición de las geometrías no euclidianas, setenta años antes, era una premonición pues fueron ellas quienes ocuparon el lugar que quedó vacante. Sin embargo, el mismo Einstein defendió en todo momento su famosa teoría como una obra de libre creación humana y abarcó con este mismo concepto toda la ciencia creada por el ser humano a lo largo de la historia.

Ante el rasgamiento de las vestiduras de los infaltables plañideros de filiación escolástica contestó desafiante: “La imaginación es más importante que el conocimiento”. Navin Sullivan, por su parte, lleva esta posición a un punto que, a pesar de su extremismo, mantiene intacta su belleza: “[...La matemática] ayuda a mostrarnos hasta qué punto lo que existe depende de la manera en que nosotros existimos. Somos los promulgadores de las leyes del Universo. Incluso es posible que sólo podamos experimentar lo que hemos creado, y nuestra mayor creación matemática es el mismo Universo material”.

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