lunes, 17 de marzo de 2025

DEL REMAKE COMO CORRECCIÓN AL REMAKE COMO DEFORMACIÓN

 

 

El cine es arte e industria. Esa frase la he leído muchas veces, algunas de ellas con el añadido “a partes iguales”; pero este añadido es ilusorio. No es vana la afirmación del comediante y cineasta Taylor Perry según la cual quien tiene el oro pone las reglas. Charles Chaplin fundó su propia productora para sus propias películas: alguien tan exigente con su arte no podía permitirse el lujo de verlo mediatizado por el poder del dinero. Y él supo hacer suficiente dinero para imponer su soberana voluntad a su exquisito rigor. En su caso particular confluían arte e industria, pero ambas en beneficio de la manifestación artística. También hay que decir que sus éxitos de taquilla no desaconsejaban comercialmente el ejercicio de su arte: Chaplin llegaba a las masas con la misma facilidad que a las audiencias preparadas intelectualmente. Esto, no obstante, no es materia común, es más una rareza.

El gusto es una educación, un entrenamiento. Si alguien sabe de esto es la propia industria del entretenimiento, eufemismo que disfraza al negocio de la elaboración de productos audiovisuales destinados al consumo masivo acrítico. La eficacia de este negocio es medible con la observación de las expresiones verbales y actitudes de las personas que asisten a las proyecciones cinematográficas. “Vengo al cine a divertirme, no a pensar” pudiera ser frase representante canónica de una tendencia, que niega al espectáculo la posibilidad de ser un ente generador de pensamiento crítico. La frase en sí misma es todo un mito, pero encubre otros que demandan del cine una urgencia de actualidad, negadora de la historia del séptimo arte y del valor de sus contribuciones clásicas. El espectador educado por la industria del entretenimiento difícilmente entenderá que El ciudadano Kane o La quimera del oro son verdaderas obras maestras. Lo más lamentable es que su primera objeción apuntará al hecho de que son obras en blanco y negro… ¿para qué verlas si hace tanto que existe el color?

Un fenómeno del cine asociado a todas estas consideraciones es el remake, anglicismo que nombra al hecho de filmar una película con el argumento y/o el nombre de otra previamente filmada. Por supuesto que la repetición temática no es coto privado del cine: para el teatro, por ejemplo, es absolutamente necesaria y la pintura podría proporcionar cientos de ejemplos. Pero el espectador medio –el que paga las entradas, el que sostiene la industria, no el cinéfilo atento a la manifestación artística– suele pensar que es un hecho excepcional el tener que ver la misma película repetidas veces. A diferencia de la pintura o de la música, que son artes cuyo disfrute es esencialmente repetitivo, el cine es para consumo unitario. Las películas de gran éxito comercial producen secuelas y precuelas; las primeras continúan el argumento, las segundas explican –a posteriori– su origen. El remake tiene otra naturaleza y me gustaría explorar –a partir de ejemplos y con afán especulativo y no científico– algunas de sus posibles motivaciones.

 

Un caso muy interesante es cuando el remake proviene del propio director de la obra. El hombre que sabía demasiado (The man who knew too much) de Hitchcock es un notable ejemplo, que dibuja la insatisfacción del realizador frente a su obra. A la versión de 1934 el británico la calificó como la obra de un principiante talentoso, mientras que a la de 1956 la concebía como el trabajo de un verdadero profesional. El profesional maduro corrige al joven talentoso. No es el caso del austríaco Michael Haneke, director de la perturbadora (toda la obra de Haneke perturba, pero esta lleva al espectador al extremo) Juegos divertidos (Funny games). Evidentemente una película como ésta jamás podría ser un éxito de taquilla; muy rápido se correrá la voz de la cantidad de espectadores que abandonan la sala antes del fin de la proyección, pero el mismo Haneke complicó aun más el asunto al decir que quien se queda hasta el final es porque lo necesita, lo cual significa toda una acusación abofeteadora. A pesar de ello, como el público norteamericano no es aficionado a ver películas con subtítulos, a la versión alemana de 1997 el austríaco la copió en inglés en 2007, cuadro a cuadro, escena a escena, escenario a escenario, casi diálogo a diálogo, con Naomi Watts como productora y actriz principal. Distinto idioma; el mismo director: las mismas sensaciones… desagradables. El disfrute –si se puede llamar así– proviene de la reflexión posterior, no de la contemplación de la obra.


 

Relacionado con la necesidad del espectador de ver la obra en su propio idioma (sin doblajes), ligado además a la crisis de ideas que afecta a Hollywood desde hace algunos años, el remake de películas extranjeras se presenta como una alternativa razonable de negocios. Pero los resultados no siempre responden a las expectativas. Dos ejemplos argentinos podrían ilustrar: Nueve reinas de Fabián Bielinsky y El secreto de sus ojos de Juan José Campanella. El remake de la primera fue probado por el director Gregory Jacobs y producida por la compañía de los connotados Steven Soderbergh y George Clooney, con el nombre de Criminal, pero fue un intento triste y fallido: John C. Reilly ni siquiera se aproximó a la gigantesca interpretación de Ricardo Darín y la película, en territorio norteamericano, vendió mucho menos que su copiada versión sureña. La obra maestra de Campanella (con guion de Eduardo Sacheri), ganadora del Óscar a la mejor película extranjera, se presentaba como una apuesta difícil, pero el director Billy Ray la aceptó bajo el acicate del propio Campanella, a quien el resultado le satisfizo. No obstante, esta producción está muy por debajo en calidad de la que tomó inspiración; no puedo detenerme en muchos detalles pero basta observar que la pareja Darín–Villamil, transmite desde sus personajes una tensión sexual permanente, distinta totalmente a la disposición al affair liviano (casi adolescente) que encontramos en la pareja Ejiofor–Kidman. Tan débil es la relación emocional que el director necesitó del testimonio del propio marido, para hacer evidente lo que la actuación no pudo comunicar. Conversar sobre las diferencias en el tratamiento de los aspectos políticos requeriría un artículo ad hoc.

El remake suele aspirar a alguna independencia respecto a la obra en la cual se basa. Esto pareciera lo más sensato del mundo, pues se trata de un nuevo producto: algo distinto ha de ofrecer. Líneas atrás hablamos de la copia idéntica que Haneke hizo de su propia obra, hecho que nos enfrenta a muchos interrogantes, difíciles de desarrollar en un artículo que pretende pincelar crítica hacia una variedad de obras, pero que no pareciera tener otra motivación que la comercial. De un autor no creo que podamos decir que es servil consigo mismo, pero en esta materia el palmarés parece llevarlo Psicosis (Psycho) de Gus van Sant, triste remedo imitativo –cuadro a cuadro– de la genial película del mismo nombre de Hitchcock. Parece que van Sant (cineasta de altas cotas) quería verla en colores; mucho más no se puede decir de ella, aunque en estos casos la comparación actoral es un tema sensitivo para mí, y no puedo pasar por alto que el Norman Bates de Vince Vaughn jamás producirá en ningún espectador el terrible estremecimiento que nos provoca el Bates de Anthony Perkins.

 
Las diferencias de calidad entre obra original y remake es también un tema digno de abordaje. Algunas veces ambas son obras sublimes como en el caso de El cartero siempre llama dos veces (The postman always ring twice), de la cual podemos disfrutar igualmente tanto la versión de 1946 de Tay Garnett, protagonizada por Lana Turner y John Garfield, como la de 1981 de Bob Rafelson, interpretada por Jessica Lange y Jack Nicholson. Si me pidieran algún detalle importante que las diferenciara me quedaría con la clásica escena del sexo en la mesa del pan, que nos brindaron Nicholson–Lange, escena que ha sido copiada (o mal copiada) en infinidad de películas de calidad variable. (Mauricio Walerstein lo intentó en 1986 con la venezolana De mujer a mujer.) En el tono de la disputa respecto a la valoración se encuentran las dos versiones fílmicas de la Lolita de Vladimir Nabokov, que llevan el mismo nombre de la novela. La primera es de Stanley Kubrick en 1962 y la segunda de Adrian Lyne en 1997. Ambas me parecen buenas películas, por lo cual estoy fuera del grupo que detesta a una en beneficio de la otra, y los argumentos de cada fan en pro de su preferida particular me han parecido todos de lo más razonables. La actuación de Jeremy Irons (quien parece haber nacido para este tipo de papeles enfermizos) en la de Lyne, me transmite mucho más la morbosa desesperación del Dr. Humbert que la rigidez de James Mason. No obstante, el asesinato de Quilty en Kubrick, con la sangre emanando del orificio abierto en la pintura clásica, es de una genialidad que contrasta con la burda persecución a un hombre en pelotas que nos muestra Lyne.

 

Entro entonces en lo que pudiéramos llamar la sección de los remakes que no debieron haber sido nunca filmados, de los absolutamente prescindibles. Ya mencioné la Psicosis de van Sant, pero es forzoso incluir su nombre en esta sección, así sea sin comentarios adicionales... pasemos a otra cosa. En 1971 Sam Peckinpah, polémico cineasta estadounidense, nos sorprende con Los perros de paja (Straw dogs), en la que destaca el joven Dustin Hoffman (David) haciendo pareja con una bella, seductora e inquietante Susan George (Amy). En 1969 ya Peckinpah nos había impresionado con la violenta La pandilla salvaje (The wild bunch), pero en Los perros de paja el norteamericano lleva el tema de la violencia a un extremo perturbador de reflexión acerca de la responsabilidad individual en la generación de la misma. Cuarenta años después, Rod Lurie (director de la recomendable Nada más que la verdad [Nothing but the truth, 2008] en la que Venezuela es parte del eje central de la trama) intentó “revivir” la película de Peckinpah con un reparto que incluía a James Marsden (David) y Kate Bosworth (Amy). Contradictorio intento de darle vida a lo que aún es fuerte y vigoroso con un engendro que murió casi al nacer, precisamente por carecer en absoluto de la vitalidad de las obras de arte imperecederas. Reproduzco un comentario de Owen Gleiberman leído en la página web Filmaffinity: “La 'Straw Dogs' original no era, al menos para mí, una de las obras maestras de Peckinpah, pero es una película que la gente que la vio entonces todavía recuerda 40 años después. Dudo que alguien recuerde esta versión el mes que viene.” Coincido con Gleiberman en su conclusión, no así en su presentación: para mí Los perros de paja es una película de culto; si no, ¿cómo es posible que se recuerde después de 40 años de haberla visto? (Confieso un pecado: me la sé de memoria, pero cada año la veo al menos una vez.)

Llego por fin al momento de cierre y, por supuesto, he de hacerlo tal como promete el título: comentando el remake como deformación. En 1974 Dino Risi nos presenta un producto cinematográfico con una profunda carga poética y humanística: Perfume de mujer (Profumo di donna), con un Vittorio Gassman de primera, al lado de la bellísima Agostina Belli y el talentoso Alessandro Momo. El filme recibió múltiples galardones y la nominación al Óscar como mejor película extranjera. Gassman interpreta magistralmente al capitán Fausto, militar que ha perdido una mano y la visión completa por jugar con una granada en maniobras de guerra; sus heridas han magnificado su carácter irascible, pero muy pronto nos damos cuenta de que son más espirituales que físicas: conseguimos un hombre que necesita del amor pero ha perdido la capacidad de manifestarlo. El final de la película es una lírica y conmovedora súplica amorosa. Entendemos así los efectos de la guerra, sus terribles consecuencias: no arma la cinta una épica gloriosa, nos invita a reflexionar sobre su poder destructivo: físico y moral. (Un diálogo de esta película se me hizo compañero de vida: “Mira que la amistad es cosa seria, ¿sí? ¿Sabes qué es un amigo? Alguien que te conoce a fondo y, sin embargo, te quiere.”)

Dieciocho años después, en 1992, Hollywood nos ofrece Scent of a woman, de la mano del director Martin Brest, en el que un inmenso Al Pacino –merecedor del Óscar por esta actuación– se mete en la piel del teniente coronel Frank Slade, también ciego por jugar con una granada pero con sus dos manos íntegras. No obstante, Slade es un individuo orgulloso, representante fiel del soldado estadounidense, exhibidor del glorioso papel histórico (tantas veces demostrado en innumerables guerras sufridas por otros países), protector de los sagrados valores democráticos que definen a la sociedad del país norteño de acuerdo a los parámetros de su particular visión épica. Un Rambo invidente que, a pesar de su limitación física, no tiene dificultad en bailar un tango con una bella mujer (escena hermosa como pocas en la historia del cine mundial), ni manejar en plena ciudad un Ferrari a 150 km/h solo con las indicaciones verbales desesperadas de su ayudante (escena ridícula como tantas del cine gringo). A su intento de suicidio no lo conduce un sacudimiento interior de conciencia, sino un sentimiento de impotencia ante la pérdida de sus capacidades físicas. Sentimiento que contrarrestará con su actitud de soldado valiente y arrojado, tal como lo muestra el final de la película, tan distinto al de la italiana. La cinta de Brest dice estar basada en la de Risi pero, mientras ésta es un manifiesto anti–guerra, aquella reivindica la necesidad guerrera de los Estados Unidos, esa necesidad que ha sustentado su papel de potencia mundial dominante en el planeta. Por paradójico que parezca, la traición es sutil, pero contundente.

En traducción literal, remake significa rehacer. Generalmente los objetos de remake son entes de calidad lo que, en buena lógica, hace contradictoria la necesidad de rehacer. Pero el poder de don Dinero no se detiene en consideraciones lógicas de ninguna especie. Porque, en contradicción aun más profunda, a veces se puede rehacer con intención de destruir.

7 comentarios:

  1. Gracias Dou. Aún cuando me gusta el cine, he visto muy pocas de las películas que nombras. Más es maravilloso como nos conduces por los Buenos y no tan buenos Remake. Atrapada como de costumbre por tu manera de contar. Abrazos. Gio

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  2. Gracias, Giomar. Siempre tan atenta.

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  3. Gracias Douglas por este paseo por los remakes y las traiciones entre intereses comerciales , esterilidad estética o agotamiento de temas y por otra lado el reconocimiento de la obra cinematográfica revalorizada por una visión fresca; actualizada y quizá taj legiítima como la original. Muy buena e interesante tu cinemática:!!

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  4. Valiosa disertación esta compa, confieso no haber visto algunas de las que mencionas. Yo hubiera seguido leyendo feliz más de tus reseñas sobre el tema 👌🏼

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    1. Gracias José. En realidad se pueden incluir bastantes más, pero había que cerrar el artículo.

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  5. Gratamente sorprendido por este escrito. Una nota densa, bien reflexionada y de elegante estilo. Muestras una erudición del tema como pocos críticos cinematográficos lo hacen. Sin posturas moralistas ni sermones decimonónicos. El “remake” como re-hecho (¿refrito?), siempre tendrá sus sesgos y quienes apuntan a apoyarlos. Yo prefiero siempre los originales (-¿será por mi tendencia a lo ‘aristocrático’ del arte, visto como trascendencia). En fin, que el artículo me gustó y eso es lo importante. Un abrazo.

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  6. excelente amigo, la definición de la importancia de un amigo me encanto, se puede aplicar para mi sobrino Aquiles Peña... un gran amigo algunas veces difícil de llevar y aguantar pero sin duda un soberbio y genuino amigo

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