Todos los trabajos pesados, difíciles o fastidiosos inducen al hombre a construir una máquina que los realice. Esto no es difícil de verificar cuando pensamos en la multitud de artefactos mecánicos o electromecánicos resolvedores de los problemas cotidianos que ameritan mano de obra: desde el destornillador hasta el carro, pasando por los ayudantes de cocina, podemos listar cualquier cantidad de ejemplos.
Pero también con la mente se realizan trabajos pesados, difíciles o fastidiosos. Uno de estos es el de calcular. A quien le sorprenda que un matemático use adjetivos tan despreciativos para referirse a una actividad que se le supone propia, haría bien encuestando al respecto a todo matemático que conozca. Seguro estoy de que los resultados lo harán cambiar su actitud, si ésta estaba atada al estereotipo que concibe al matemático como un calculista. En efecto, por regla general, el matemático odia calcular. Por lo demás, algunas actividades prácticas ameritan altos volúmenes de cálculo. Todo esto resumido explica por qué, desde tiempo inmemoriales, se han hecho enormes esfuerzos en la construcción de instrumentos de cálculo automático.
El estudiante de hoy, habituado a la calculadora de tal manera que le parece imposible que no haya existido alguna vez, desconoce que este dichoso instrumento es muy nuevo entre nosotros: hace menos de cuarenta años que nos acompaña. Si todavía, por su juventud, al lector le parece mucho tiempo, debe saber que antes de estas maravillas electrónicas existían unos aparaticos de madera o plástico en forma de dos reglas con escalas numéricas, que se deslizaban una sobre la otra y con los que se podían realizar una amplia gama de operaciones aritméticas. Se llamaban reglas de cálculo y eran el placer de los estudiantes de ingeniería, quienes las legaban con el pecho henchido de orgullo a aquellos de sus hijos que siguieran sus pasos profesionales.
La regla de cálculo estuvo en boga casi dos siglos. Hoy, por supuesto, nadie la usa y quedó como recuerdo nostálgico. Quien les escribe, vio no hace mucho tiempo dos de ellas expuestas a la venta en una tienda de antigüedades. Pero la invención de este artefacto es muy anterior a su uso masificado. De hecho, data del siglo XVII, cuando William Oughtred notó que podía usar un descubrimiento reciente: los logaritmos, invento matemático producto del esfuerzo, simultáneo pero independiente, de Henry Briggs y John Napier, cuyo retrato podemos ver a la izquierda.
Las reglas que usamos corrientemente para medir se construyen con lo que se llama una escala lineal. Oughtred (en la ilustración a la derecha) usó dos reglas que se deslizaban una sobre la otra, pero que en vez de tener una escala lineal tenían una escala logarítmica. Los logaritmos, de hecho, fueron inventados para facilitar el cálculo, pues convierten las multiplicaciones en sumas y las divisiones en restas. Pero para poder usarlos, se debían escribir tablas de logaritmos con miles de entradas, trabajo al que se dedicaron Napier y Briggs durante veinte largos años de su vida. Las reglas de cálculo facilitaban el trabajo, pero su precisión era muy limitada, por lo que regla y tablas convivieron hasta el tercer cuarto del siglo XX.
Veinte años puede ser la cuarta o quinta parte de la vida de un hombre. A veces, mucho más que eso. Briggs y Napier son la muestra de que para ser Quijote no siempre es necesario un caballo y una lanza.
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