Es Cantor el padre de la herejía que le da carácter de sujeto al infinito. El tímido y colérico alemán pagó con su sanidad mental el atrevimiento que el propio Aristóteles cobró a Antifón, al suponer éste la circunferencia como un polígono de infinitos lados. Terror tenía el griego (usando el monismo borgiano, Aristóteles era un griego y todos los griegos a la vez) a la posible sustancia de la que pudiera estar hecha un concepto tan devastador; no en balde el estagirita afirmó: “
Es también evidente que no es posible que lo infinito exista como un ser en acto o como una substancia y un principio”. La humanidad toda -pues los occidentales nos asumimos la Humanidad- vivió hasta la segunda mitad del siglo XIX cobijada bajo la sombra de este terrible dictamen; solo colocando a Dios como escudo protector pudieron Agustín y Tomás atreverse a horadar la terrible barrera que imponía la obligada potencialidad del infinito. Este último, luego de establecer la infinitud esencial de Dios, se ve obligado a aclarar la permanencia de su perfección: “
Aunque lo infinito en las cantidades corporales sea una imperfección, lo infinito en Dios demuestra una perfección suprema”.
De la revolución científica del siglo XVII fue beneficiaria principal la matemática, disciplina que vivió hondo letargo en la Edad Media y a la que el Renacimiento vio despertar, principalmente por la vía de los algebristas y el audaz aporte cartesiano que mostró
forma y
número como visiones distintas de una misma imagen mental. No obstante, es la aparición del cálculo quien produce una feliz -aunque debatida- explosión de resultados, sobre la que cayeron inopinadamente las más brillantes cabezas de la época, sin oír las voces agoreras de quienes reclamaban que el festín merecía mejor organización. En el fondo de todo, la dificultad estaba de nuevo en el infinito y el intento de enderezar el lenguaje -que no los resultados- colocó otra vez el horror griego como ductor de las nuevas conductas. La paz relativa que produjo esta vuelta al pasado se vio enturbiada, sin embargo, porque por los recovecos de la propia matemática reclamaba su justo espacio el
infinito actual: ese paso último, ese llegar al límite de lo inalcanzable, que nunca perdió su disposición a enfrentar la barrera del horror. Georg Cantor fue el apóstata que desafió la barrera.
La inmensa cultura de Jorge Luis Borges no se agotaba -como muchas otras erudiciones- en ese espacio que -con muy limitada visión- se ha dado en llamar
humanidades. Por el contrario, toda su obra se impregna de una profunda exploración del concepto de infinito, a partir de la cual cobran vida buena parte de sus más hermosas páginas. Pero, al igual que Arquímedes, su maravillarse del infinito lo produce en principio la contemplación de lo finito en magnitudes asombrosas; así, tan temprano como en 1930, sus divagaciones sobre el juego del truco en
Evaristo Carriego lo llevan a explorar el asombroso tamaño del número que los matemáticos llaman
40 factorial, esto es, “1 por 2, por 3, por 4, ..., por 40”, resultado al que califica como “
cifra delicadamente puntual en su enormidad, con inmediato predecesor y único sucesor, pero no escrita nunca. Es una remota cifra de vértigo...” (Difícil para el joven Borges prever que años después las computadoras harían que este número de 48 cifras no pareciera tan grande, al lado por ejemplo de las fútiles presentaciones del número irracional π con billones de cifras decimales.)
Dos años después, en
Discusión, ya su prosa se sumerge en las aún recientes controversias matemáticas que reclaman al infinito el conducir a nuestra pobre y limitada mente ante la presencia de la paradoja, ésa que ya Zenón anticipó al negar el movimiento y cuyo audaz análisis aborda el argentino en
La perpetua carrera de Aquiles y la tortuga y en
Avatares de la tortuga. Las refutaciones al argumento eleático sirven para que Borges haga literatura, a partir del principio cantoriano que singulariza al infinito como violador del axioma euclidiano según el cual el todo es mayor que la parte, pues de hecho reclama para sí esta negación como su propia definición. Una terna de correspondencias infinitas de todo a parte -asumidas a manera de ejemplo- benefician la tesis argüida por el porteño, tomada en préstamo de las ideas del alemán.
Mas tales constataciones no disminuyen en el escritor el horror al infinito. No de otra manera se puede entender que afirme: “
Hay un concepto que es el corruptor y el desatinador de los otros. No hablo del Mal cuyo limitado imperio es la ética; hablo del infinito”. Pero el infinito como una potencialidad no produce más temor que la reverencia que profesamos hacia los números extraordinariamente grandes, como 40 factorial; el temor verdadero lo genera el infinito actual, aquel que genera abismos que solo se pueden describir así: “
La parte en estas elevadas latitudes de la numeración, no es menos copiosa que el todo: la cantidad precisa de puntos que hay en el universo es la que hay en un metro de universo, o en un decímetro, o en la más honda trayectoria estelar.”
No deja Borges de visitar su propio horror en textos posteriores como
Historia de la eternidad y
La doctrina de los ciclos -ambos del libro
Historia de la eternidad de 1936- , insistiendo permanentemente en la refutación de los argumentos eleáticos, pero no abandona en todos estos textos el tono de ensayo, quizás más anejo al oficio de articulista que al de afamado cuentista que llegó a ser. Cinco años habría que esperar para que en 1941 en el doble volumen
Ficciones, el primero de ellos:
El jardín de senderos que se bifurcan nos sorprendiera con visiones ficcionales pobladas por el infinito como personaje principal. Tales son (sin dejar de mencionar la precisa matemática que camina los anteriores cuentos del texto) los casos de
La Biblioteca de Babel y el relato que da nombre al libro. Ambos relatos sumergen al lector en una de las más invocadas angustias borgianas: el laberinto. Es fácil caer en el laberinto: basta con un proceso recursivo, vale decir, uno que se convoque a sí mismo para poder existir, del que son manifestaciones: la repetición de las imágenes en el espejo, el soñar que se sueña o la voluntad que depende de un ser superior. Con la primera nos sorprende el argentino muchas veces como en
Tlön, Uqbar, Orbis tertius (“
... los espejos y la cópula son abominables porque multiplican el número de los hombres...”) y en la misma
Biblioteca doblando vanamente los infinitos hexágonos; la segunda le hace recordar a Tsun Tzu quien sueña que se soñaba convertido en mariposa y la tercera representada canónicamente quizás por la estrofa tantas veces declamada:
“
Dios mueve al jugador, y éste la pieza
¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza
De polvo y tiempo y sueño y agonías?”
Artificios, el segundo volumen de
Ficciones, arranca con
Funes, el memorioso, crónica de la vida de un hombre incapaz de conceptualizar porque su terca memoria no le permitía abandonar ningún dato, capacidad que le lleva al intento de abarcar uno a uno cada número natural; potencialidad imposible de convertir en acto ante la limitación de una vida finita.
Aleph sub cero llamó Cantor al número de este infinito pensado en acto y la letra hebrea aleph se convirtió en símbolo de los múltiples cardinales infinitos que su osada teoría pondría en evidencia;
Mengenlehre es el nombre de la teoría en su castizo alemán y de ella hace mención explícita Borges en la postdata de su más renombrado cuento:
El Aleph. Pero es que el temerario objeto que da título al relato (y al libro homónimo, escrito en 1949) solo puede ser concebido por una mente capaz de entender que “
la cantidad precisa de puntos que hay en el universo es la que hay en un metro de universo, o en un decímetro, o en la más honda trayectoria estelar”, como ya había anticipado en
Discusión. (Al margen: Mengenlehre en español es teoría de conjuntos.)
Para concluir esta no tan breve entrega -aunque ejemplos hay que podrían llenar un libro- en 1975 el porteño nos regala
El libro de arena que cierra (aparte de un epílogo que quiere prohibir un prólogo) con relato homónimo (¿tendría algo que ver con este título
El arenario de Arquímedes?). En este cuento espeluznante se adueña Borges del infinito continuo, ése que Cantor no supo dilucidar si podía ser llamado
aleph sub uno. Concebido dentro de las dos tapas de un libro, este infinito confiere a las páginas de tal volumen la misma seguridad que da intentar encontrar un número dentro del intervalo de los que están entre 0 y 1: será hallado con probabilidad cero. El lector debe aprovechar cada página que consigue: una vez pasada, no se podrá volver a ella; ninguna tendrá predecesora, ninguna tendrá sucesora. Es tal el espanto que produce, que quien gastó su jubilación para comprarlo decide perderlo con oprobio en un ignoto anaquel. El griego, aun vencida su resistencia, nos legó -intacto- su horror.