domingo, 21 de septiembre de 2014

El teorema cero


La distopía -palabras más, palabras menos: la utopía negativa- es un género que padece de algunas constantes pero, evidentemente, la más persistente entre éstas es el temor a la violación de la naturaleza humana, preferiblemente por alguna entidad suprapersonal, que puede tomar el control del individuo sobre la base de alguna armazón social especialmente elaborada para ello. Formas diversas del Big Brother o Gran Hermano orwelliano se imponen, por lo general a uno o varios protagonistas que, por determinada razón particular, pueden o podrán adquirir una forma de conciencia que les permitirá entender los términos de opresión que sus contemporáneos no pueden comprender y de los que, además, se sienten felices. 

El género distópico es afín a Terry Gilliam (Brazil, Doce monos) y lo ha manejado con éxito, al menos en las dos producciones mencionadas. El teorema cero (2013) repite gran parte de las constantes, al punto que hace recordar tanto sus producciones anteriores como cintas ajenas: a veces vemos trozos de 1984 de Ratford, de Fahrenheit 451 de Truffaut (ambas basadas -como se sabe- en las novelas de Orwell y Bradbury, respectivamente) de Matrix de los Wachowski y de filmes más recientes como Her de Jonze. A pesar de todas esas semejanzas, no creo que pueda decirse de El teorema cero que no se trata de una película original, por el contrario -una vez aceptadas las premisas del guión (a cargo de Pat Rushin)- el hilo de la película te enreda fácilmente en su madeja, para lo cual Gilliam contó nada menos que con el protagonismo de Cristoph Waltz (aquel infame militar nazi de Bastardos sin gloria de Tarantino), quien se encarga de identificarnos emocionalmente con el terriblemente tímido, temeroso y solitario Qohen Leth, inteligente programador al servicio de Mancom, corporación cibernética cuyo lema es Todo está bajo control.

Mancom ha de resolver el gran problema del Universo: el del cierre del Big Bang... he ahí el teorema cero. Los cálculos parciales predicen con altísima probabilidad (más del 90%) la futura presencia de un agujero negro que lo absorberá por completo, hasta reducirlo de nuevo a un punto de dimensión cero. (Al margen: esta explicación me llevó a Nietsche. ¿Volverá a estallar de nuevo este punto? ¿Lo hará en las mismas condiciones que su predecesor? ¿Se repetirá nuevamente el Universo con nuestras actuales venturas y desventuras?... Gilliam no participa de este enigma y solo hace decir a su protagonista: ¿Cómo puede alguien creer en algo tan horrible?) Pero Mancom -liderada por Dirección, un enigmático e irreal Matt Damon- no está conforme con ese exceso sobre el 90%... Cero solo es posible con el 100% de probabilidad.

El encargado de llegar al teorema es un misántropo, convencido de la inmediatez de su muerte, quien espera una misteriosa llamada telefónica que le revelará grandes, esperados y deseados secretos. A partir de la asignación de la tarea, diversos personajes se entremezclarán en su vida, generando un giro de 180 grados, a consecuencia del cual Qohen cambiará radicalmente sus expectativas de vida. El final de la película nos dice que aun cuando "esperanza" viene del verbo esperar, a veces la Esperanza aparece de lo inesperado.

El elenco actoral que acompaña a Waltz en esta película, está a la altura del compromiso. Matt Damon -en un papel que algunos llaman cameo, con lo que no estoy de acuerdo- le da vigor a una Dirección que debe tener forma humana, aun cuando solo sea una imagen. Melanie Thierry está profunda en su papel de tierna prostituta, despojada de su oficio por arte del amor, aunque por encargo. Tilda Swinton, como programa de psicoanálisis al servicio de Cohen, bizarro papel dentro de los tantos bizarros que ha representado la Swinton con maestría (recordemos la reciente anciana enamorada de El Gran Hotel Budapest). David Thewlis, el impertinente supervisor que agota la paciencia de Qohen. Lucas Hedges, en una impresionante caracterización del adolescente genio de la computación, hijo de Dirección que gana la amistad genuina del protagonista.

La música de George Fenton y la fotografía de Nicola Pecorini contribuyen al clima opresivo de la película -excepto en los pocos momentos felices del personaje, en los cuales también hacen pareja emocional- rematando así la hechura de un producto recomendable.

jueves, 26 de junio de 2014

El premio Nobel en matemática o De cómo hay chisme en la ciencia


La chismografía es una actividad tan, pero tan humana que no hay manera de estar en un ambiente donde haya al menos tres personas y que dos de ellas no tengan algo que comentar de la otra. Algunos me tildarán de exagerado y no faltarán quienes quieran regar el chisme de que en realidad lo digo por experiencia propia, no obstante el asunto viene a colación por un embuste diseminado desde hace ya mucho tiempo, nada más y nada menos que en las más altas esferas de la ciencia. Se trata de la supuesta razón de la inexistencia de un premio Nobel de matemática. Resulta que a los chismosos les dio por decir que la esposa de Alfred Nobel -en pleno ejercicio matrimonial con el inventor- pasó algunos ratos agradables en la cama del matemático sueco Gösta Mittag-Lefler. A los chismosos, sin embargo, no les ha importado saber que Nobel murió soltero y ante esta evidencia han ripostado que en realidad el levante fue a la amante del inventor... ¡y que eso duele más!

La evidencia histórica parece convenir en una verdadera rivalidad entre los dos compatriotas pero su real naturaleza no está clara. Ambos -inventor y matemático- eran hombres dedicados al asunto de los negocios, actividad en la cual destacaron tanto como en el aspecto intelectual, entre otras cosas porque se proponían ser los primeros en cualquier actividad en la cual participaran. Para nadie es un secreto que poderoso caballero es Don Dinero y que, si es capaz de separar familias, no va a tener consideración con amistades. Sea como fuere, vale la pena observar que en la redacción del testamento de Nobel, los premios científicos deben concederse "al invento o descubrimiento" más importante. Esa redacción muestra que su propia condición de inventor -con la que amasó su considerable fortuna- definía un espíritu en la concesión del premio: se buscaba premiar aportaciones de orden práctico; la frase "invento o descubrimiento" habría sido difícil escribirla en relación con la matemática, ya que su primera parte -en la época de Nobel- se hubiera referido a un conjunto vacío. Un ejemplo interesante es que a Einstein no se le dio el premio por la teoría de la relatividad, sino por el efecto fotoeléctrico, cuyas consecuencias prácticas ya se conocían.

Como la chismografía es forma de mal decir (y quizás también de maldecir) vale la pena insertar en este artículo otra de las posibles motivaciones del premio Nobel. Alfred Nobel hizo su fortuna trabajando en la industria de armamentos: era un mercader de la guerra, y dentro de sus 355 inventos (bélicos, la mayoría) destaca la dinamita. Resulta que el hermano de Alfed, Ludvig, murió ocho años antes que el inventor; algún chismoso (se distinguen porque no verifican bien sus informaciones) al ver el apellido Nobel creyó que se trataba de Alfred y escribió un obituario al mismo, titulado El mercader de la muerte ha muerto. Nobel no reaccionó como el humorista Mark Twain que cuando leyó su propio obituario contestó: La noticia es cierta, pero algo prematura, sino que comenzó a preocuparse por la forma en que la posteridad lo recordaría. Eso bastó para que abandonara la carrera que lo había encumbrado a la fortuna y comenzara aquella que lo encumbró hacia la fama.

Para cerrar el asunto del Nobel, vale la pena comentar también que en las primeras emisiones del premio una de las personalidades consultadas para su concesión fue precisamente Gösta Mittag-Leffler, quien gozaba de amplio respeto en la comunidad científica internacional por su impecable carrera en el campo matemático. Ahora bien, Mittag-Leffler también conoció en 1901, en Gran Bretaña, al matemático canadiense J. C. Fields quien a su brillante carrera como investigador matemático, añadía un profundo sentimiento pacifista que lo llevó a rechazar y combatir, de maneras inteligentes, la segregación que después de la Primera Guerra Mundial hiciera la Unión Internacional de Matemáticos con los matemáticos provenientes de las naciones que integraban las llamadas "potencias centrales" (Austria, Alemania, Hungría y Turquía).

Cuatro años antes de su muerte, Fields propone un premio para promover la investigación matemática de largo aliento y desde su lecho de enfermo, donó 47000 dólares de su propio pecunio para alimentar los fondos de dicho premio. No logró ver los frutos de su propuesta, pero hoy el premio Fields se considera el Nobel de la matemática, aunque no se entrega todos los años sino que se hace cada cuatro años, comenzando desde 1936, aun cuando la guerra obligó a dar el segundo premio en 1950. Este año toca una entrega del premio. (Es solo una coincidencia que las medallas Fields se entreguen el mismo año de los campeonatos mundiales de fútbol, no obstante parece ser que la gente está algo más pendiente del fútbol que de la medalla Fields.) La medalla Fields solo la pueden obtener matemáticos menores de 40 años; según parece alguien dictaminó que de esa edad en adelante la creatividad matemática entra en un declive algo empinado. La medalla viene acompañada por 10000 euros, que se reparten entre todos los ganadores, que no pueden ser más de cuatro por entrega.

Recientemente el hipermillonario Yuri Milner, junto con el fundador de Facebook, Mark Zuckerberg han creado un sorprendente premio para los matemáticos, del que dezconozco si lleva diploma o medalla, pero viene con la nada modesta suma de tres millones de dólares. Este año -el primero del premio- fue conferido a los matemáticos Jacob Lurie, Terence Tao, Maxim Kontsevich, Richard Taylor y Simon Donaldson. Algunos detalles los pueden conseguir en este enlace


El premio Nobel ha sido rechazado -voluntaria o involuntariamente- en seis oportunidades. En toda su trayectoria la medalla Fields no había sufrido ningún desaire, hasta que en 2006 el excéntrico Grigori Perelman, quien resolvió la Conjetura de Poincaré, decidió no aceptarla manifestando que no le interesaba ni ése ni ningún otro premio. Lo confirmó cuatro años después cuando rechazó el premio del Instituto Clay por la bicoca de un millón de dólares. Dijo: "No he hecho nada que valga eso" o algo parecido.

Cuando le comenté esta anécdota a mi esposa, ella -que, por lo visto, me tiene mucha confianza- me advirtió: "Mucho cuidado si a ti se te ocurre algo como eso". Le contesté que no se preocupara, que en mi caso "eso" no iba a suceder. No sé si entendió el sentido exacto de mis palabras, pero se tranquilizó.

lunes, 12 de mayo de 2014

Florence Nightingale: un nombre para la estadística



 
 Si esta entrada tuviera la suerte de ser leída por algún profesional o estudiante de enfermería o cualquier disciplina médica, es posible que este amable lector se sienta algo confundido porque un blog dedicado a la matemática o al cine, lleve el nombre de quien tanto dio a la profesión de la enfermería al punto de que el Día Mundial de la Enfermera se celebra el 12 de mayo, fecha de nacimiento de una de las protagonistas de esta entrada. 

Más allá del hecho de que el Día de la Enfermera se haya asociado al género, por uno de esos deslices a los que nos lleva la dinámica social, a nuestro lector le complacerá saber que Florence Nightingale (la primera, porque hay otra) dedicó buena parte de su vida intelectual al estudio profundo de la matemática a pesar, por supuesto, de la resistencia familiar ante la que reclamó su derecho a no pasar la vida dedicada al tejido y la organización de cuadrillas de baile. Su voluntad obligó a la búsqueda de un tutor en matemática quien resultó ser, nada más y nada menos, que James Sylvester, coautor junto con Arthur Cayley, de la teoría de los invariantes algebraicos. Pero fue su contacto con Quetelet el que la condujo a su amor por la estadística. 

La actividad de Florence en el campo de batalla en la famosa y cruenta guerra de Crimea, donde ganó su bien merecida fama como enfermera, la condujo a aplicar sus conocimientos matemáticos al estudio de las condiciones de los hospitales de guerra británicos y demostró, a pesar de la acritud masculina, la necesidad de la reforma del sistema hospitalario. Para ello echó mano a un recurso estadístico de su invención: el gráfico polar. Cuando por fin logró hacerse oír, su propuesta de reforma redujo los fallecimientos en unos porcentajes realmente importantes.

Nightingale murió a los 90 años en agosto de 1910. Un año antes, en este mismo mes, la familia David, amiga y admiradora de la ya longeva enfermera, recibieron la dicha de una bebé a quien pusieron el nombre completo de su ilustre amiga, por lo cual la niña fue reconocida como Florence Nightingale David. Alguna influencia ejerció el nombre, pues desde muy temprano la infanta orientó sus pasos hacia la matemática y la estadística. A los veinte años ingresa a una institución universitaria femenina con la intención de realizar su sueño de vida: adquirir la profesión de actuario; en dos años de estudio obtuvo un grado en matemática.

Ejercer como actuario le fue negado porque no era profesión para mujeres, pero su padre la instó a no dejarse amilanar por la segregación de género. Entró en contacto con el distinguido estadístico Carl Pearson, quien reconoció sus grandes dotes y la introdujo en el mundo académico donde la fémina, a pesar de la discriminación constante, desarrolló un trabajo de investigación y publicaciones que ya hubieran querido para sí muchos de aquellos que estúpidamente la discriminaron.

Florence Nightingale David murió en 1993, un mes exacto antes de cumplir sus 84 años. Ocho años después fue creado un premio con su nombre para galardonar a las féminas cuyo aporte a la estadística sea notable.

jueves, 6 de marzo de 2014

Borges y su negocio con el infinito


 Es Cantor el padre de la herejía que le da carácter de sujeto al infinito. El tímido y colérico alemán pagó con su sanidad mental el atrevimiento que el propio Aristóteles cobró a Antifón, al suponer éste la circunferencia como un polígono de infinitos lados. Terror tenía el griego (usando el monismo borgiano, Aristóteles era un griego y todos los griegos a la vez) a la posible sustancia de la que pudiera estar hecha un concepto tan devastador; no en balde el estagirita afirmó: “Es también evidente que no es posible que lo infinito exista como un ser en acto o como una substancia y un principio”. La humanidad toda -pues los occidentales nos asumimos la Humanidad- vivió hasta la segunda mitad del siglo XIX cobijada bajo la sombra de este terrible dictamen; solo colocando a Dios como escudo protector pudieron Agustín y Tomás atreverse a horadar la terrible barrera que imponía la obligada potencialidad del infinito. Este último, luego de establecer la infinitud esencial de Dios, se ve obligado a aclarar la permanencia de su perfección: “Aunque lo infinito en las cantidades corporales sea una imperfección, lo infinito en Dios demuestra una perfección suprema”.

De la revolución científica del siglo XVII fue beneficiaria principal la matemática, disciplina que vivió hondo letargo en la Edad Media y a la que el Renacimiento vio despertar, principalmente por la vía de los algebristas y el audaz aporte cartesiano que mostró forma y número como visiones distintas de una misma imagen mental. No obstante, es la aparición del cálculo quien produce una feliz -aunque debatida- explosión de resultados, sobre la que cayeron inopinadamente las más brillantes cabezas de la época, sin oír las voces agoreras de quienes reclamaban que el festín merecía mejor organización. En el fondo de todo, la dificultad estaba de nuevo en el infinito y el intento de enderezar el lenguaje -que no los resultados- colocó otra vez el horror griego como ductor de las nuevas conductas. La paz relativa que produjo esta vuelta al pasado se vio enturbiada, sin embargo, porque por los recovecos de la propia matemática reclamaba su justo espacio el infinito actual: ese paso último, ese llegar al límite de lo inalcanzable, que nunca perdió su disposición a enfrentar la barrera del horror. Georg Cantor fue el apóstata que desafió la barrera.

La inmensa cultura de Jorge Luis Borges no se agotaba -como muchas otras erudiciones- en ese espacio que -con muy limitada visión- se ha dado en llamar humanidades. Por el contrario, toda su obra se impregna de una profunda exploración del concepto de infinito, a partir de la cual cobran vida buena parte de sus más hermosas páginas. Pero, al igual que Arquímedes, su maravillarse del infinito lo produce en principio la contemplación de lo finito en magnitudes asombrosas; así, tan temprano como en 1930, sus divagaciones sobre el juego del truco en Evaristo Carriego lo llevan a explorar el asombroso tamaño del número que los matemáticos llaman 40 factorial, esto es, “1 por 2, por 3, por 4, ..., por 40”, resultado al que califica como “cifra delicadamente puntual en su enormidad, con inmediato predecesor y único sucesor, pero no escrita nunca. Es una remota cifra de vértigo...” (Difícil para el joven Borges prever que años después las computadoras harían que este número de 48 cifras no pareciera tan grande, al lado por ejemplo de las fútiles presentaciones del número irracional π con billones de cifras decimales.)

Dos años después, en Discusión, ya su prosa se sumerge en las aún recientes controversias matemáticas que reclaman al infinito el conducir a nuestra pobre y limitada mente ante la presencia de la paradoja, ésa que ya Zenón anticipó al negar el movimiento y cuyo audaz análisis aborda el argentino en La perpetua carrera de Aquiles y la tortuga y en Avatares de la tortuga. Las refutaciones al argumento eleático sirven para que Borges haga literatura, a partir del principio cantoriano que singulariza al infinito como violador del axioma euclidiano según el cual el todo es mayor que la parte, pues de hecho reclama para sí esta negación como su propia definición. Una terna de correspondencias infinitas de todo a parte -asumidas a manera de ejemplo- benefician la tesis argüida por el porteño, tomada en préstamo de las ideas del alemán.

Mas tales constataciones no disminuyen en el escritor el horror al infinito. No de otra manera se puede entender que afirme: “Hay un concepto que es el corruptor y el desatinador de los otros. No hablo del Mal cuyo limitado imperio es la ética; hablo del infinito”. Pero el infinito como una potencialidad no produce más temor que la reverencia que profesamos hacia los números extraordinariamente grandes, como 40 factorial; el temor verdadero lo genera el infinito actual, aquel que genera abismos que solo se pueden describir así: “La parte en estas elevadas latitudes de la numeración, no es menos copiosa que el todo: la cantidad precisa de puntos que hay en el universo es la que hay en un metro de universo, o en un decímetro, o en la más honda trayectoria estelar.

No deja Borges de visitar su propio horror en textos posteriores como Historia de la eternidad  y La doctrina de los ciclos -ambos del libro Historia de la eternidad de 1936- , insistiendo permanentemente en la refutación de los argumentos eleáticos, pero no abandona en todos estos textos el tono de ensayo, quizás más anejo al oficio de articulista que al de afamado cuentista que llegó a ser. Cinco años habría que esperar para que en 1941 en el doble volumen Ficciones, el primero de ellos: El jardín de senderos que se bifurcan nos sorprendiera con visiones ficcionales pobladas por el infinito como personaje principal. Tales son (sin dejar de mencionar la precisa matemática que camina los anteriores cuentos del texto) los casos de La Biblioteca de Babel y el relato que da nombre al libro. Ambos relatos sumergen al lector en una de las más invocadas angustias borgianas: el laberinto. Es fácil caer en el laberinto: basta con un proceso recursivo, vale decir, uno que se convoque a sí mismo para poder existir, del que son manifestaciones: la repetición de las imágenes en el espejo, el soñar que se sueña o la voluntad que depende de un ser superior. Con la primera nos sorprende el argentino muchas veces como en Tlön, Uqbar, Orbis tertius (“... los espejos y la cópula son abominables porque multiplican el número de los hombres...”) y en la misma Biblioteca doblando vanamente los infinitos hexágonos; la segunda le hace recordar a Tsun Tzu quien sueña que se soñaba convertido en mariposa y la tercera representada canónicamente quizás por la estrofa tantas veces declamada:
                        “Dios mueve al jugador, y éste la pieza
                         ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza
                         De polvo y tiempo y sueño y agonías?



Artificios, el segundo volumen de Ficciones, arranca con Funes, el memorioso, crónica de la vida de un hombre incapaz de conceptualizar porque su terca memoria no le permitía abandonar ningún dato, capacidad que le lleva al intento de abarcar uno a uno cada número natural; potencialidad imposible de convertir en acto ante la limitación de una vida finita. Aleph sub cero llamó Cantor al número de este infinito pensado en acto y la letra hebrea aleph se convirtió en símbolo de los múltiples cardinales infinitos que su osada teoría pondría en evidencia; Mengenlehre es el nombre de la teoría en su castizo alemán y de ella hace mención explícita Borges en la postdata de su más renombrado cuento: El Aleph. Pero es que el temerario objeto que da título al relato (y al libro homónimo, escrito en 1949) solo puede ser concebido por una mente capaz de entender que “la cantidad precisa de puntos que hay en el universo es la que hay en un metro de universo, o en un decímetro, o en la más honda trayectoria estelar”, como ya había anticipado en Discusión. (Al margen: Mengenlehre en español es teoría de conjuntos.)

Para concluir esta no tan breve entrega -aunque ejemplos hay que podrían llenar un libro- en 1975 el porteño nos regala El libro de arena que cierra (aparte de un epílogo que quiere prohibir un prólogo) con relato homónimo (¿tendría algo que ver con este título El arenario de Arquímedes?). En este cuento espeluznante se adueña Borges del infinito continuo, ése que Cantor no supo dilucidar si podía ser llamado aleph sub uno. Concebido dentro de las dos tapas de un libro, este infinito confiere a las páginas de tal volumen la misma seguridad que da intentar encontrar un número dentro del intervalo de los que están entre 0 y 1: será hallado con probabilidad cero. El lector debe aprovechar cada página que consigue: una vez pasada, no se podrá volver a ella; ninguna tendrá predecesora, ninguna tendrá sucesora. Es tal el espanto que produce, que quien gastó su jubilación para comprarlo decide perderlo con oprobio en un ignoto anaquel. El griego, aun vencida su resistencia, nos legó -intacto- su horror.

martes, 11 de febrero de 2014

"Her": indagación sobre el lugar de la Realidad


La foto anterior la capté (y capturé... con la aparente impunidad que me da ser usuario de Facebook) desde el muro de Blanca Strepponi; ella, a su vez, parece haberla tomado de otro muro: el de Pathos Zepeda Colletti, quien colgó un muy inteligente comentario: Hecho insólito: Un hombre fue sorprendido mirando al mundo real en el andén de una estación.

A ver: Mirar el mundo real... ¿cómo digerimos esa frase después de ver Her de Spike Jonze? Apenas pasando por las primeras escenas vino a mi mente alguien que se enfrentó a una realidad muy dura: la de la intolerancia. Me refiero a Alan Turing, quizás la primera persona que se planteó en serio la posibilidad de máquinas inteligentes.

Por supuesto, desde mucho antes que Turing ya la ciencia ficción había tocado el tema y los autómatas jugadores de ajedrez habían transitado el camino de algunas imaginaciones. Pero la frase que acabo de usar es hablar en serio; en otras palabras, Turing no escribió para atizar fantasías, lo hizo para proponer hechos realizables desde la experiencia que como científico le tocó vivir e intervenir. Es por esto que, en 1950 escribe un artículo --que ya es clásico en la literatura científica-- cuyo nombre original es Computing Machinery and Intelligence y que vio traducción en español como ¿Puede pensar una máquina? En este artículo, el genial matemático inglés propone un interesante juego para convertir una prueba de género (o de sexo, si lo prefieren; en todo caso se trata de distinguir a un hombre y a una mujer en cierta conversación) en una prueba de identificación humano--máquina; lo llamó juego de imitación.

El artículo describe el juego con lujo de detalles y probablemente nadie lo lee sin sentir que tiene alguna objeción, pero Turing pensó que todas las objeciones eran perfectamente clasificables (muy matemático, dirán algunos) y se dio a la tarea de analizar una por una y responder de manera casuística. Quizá lo más curioso es que una de las secciones aglutina una serie de características que exigirían de la máquina algo más que pensar, de hecho exigirían sentir. El resumen que hace Turing es una abigarrada lista que incluye enamorarse y hasta disfrutar de fresas con crema.

Ahora bien, yo sé cuando me he enamorado y también que disfruto de las fresas con crema, pero no puedo saber si en realidad las disfrutas. Mis únicas fuentes de conocimiento al respecto son mi propia experiencia y que tú me comuniques que tu placer coincide con el mío; pero ni siquiera puedo decir que son el mismo placer, a menos que me convierta en tí: en este punto no hay manera de escapar al solipsismo. Y lo válido para las fresas con crema también vale para la experiencia erótica: intuyo tu placer por tus manifestaciones externas, pero no siento tu placer: siento el mío, incluso como un placer derivado de la manifestación del tuyo... de allí no puedo pasar, es una barrera definitiva. Así es con cualquier ser humano, pero también ha de serlo con cualquier ente que manifieste el placer de la misma manera. He allí el punto de Spike Jonze en esta magistral película.
La ventaja para él --para Jonze-- es que pudo contar con las actuaciones de Joaquin Phoenix (como Theodore) y Scarlet Johansson (como el sistema operativo... ¡perdón!... como Samantha), quienes nos hacen una escena de tal sensualidad que cada uno la comparará con las mejores escenas eróticas de sus películas anteriores. Sin embargo, quien no ha visto Her no sabe la sorpresa que le espera.

En todo caso, sentir es una forma de reaccionar al medio ambiente, una manera de interpretar la experiencia. Turing admitió (en 1950) que las máquinas podrían sentir. Lo único que necesitarían para ello es una muy amplia capacidad de almacenamiento, que les permitiera interpretar la experiencia y ganar nueva información a partir de ella, sin necesidad de que esta información la incluyera un programador externo. Con cierto optimismo, el inglés aproximó en 50 años el plazo en el que las máquinas tendrían tal capacidad de almacenamiento que podrían jugar con éxito total al juego de imitación. Hoy, un poco más de sesenta años después de su vaticinio, las capacidades de almacenamiento lo han sobrepasado con un exceso impensable y el tema de punta para la construcción de las computadoras se denomina computación cuántica, una manera de decir que las partículas atómicas pueden convertirse en instrumento de computación. Con este recurso, las actuales capacidades de cálculo palidecerán ante las nuevas que producirá la emergente tecnología. Pudiéramos estar a un tris de hacer sentir a las nacientes criaturas hijas de este avance. Esto nos exigirá nuevos puntos de vista, sin duda.

Preveo las sonrisas irónicas, las cejas levantadas, las comisuras de los labios ladeadas, los encogimientos despectivos de hombros. No obstante, vale la pena preguntar si la deshumanizante arquitectura posmoderna de la desconocida ciudad en la que se desplazan los habitantes de Her, no es un reflejo de actitudes que ya habitan entre nosotros. ¿Acaso Facebook no es el reino de los refritos, de las manifestaciones de estados de ánimo a partir de frases prestadas? Ya están haciendo falta los Theodore: empleados a sueldo de los que para decir tienen nada, pero necesitan algo. En un ambiente así, ¿a quién puede extrañar andar en calles donde nadie repara en el prójimo porque los pequeños artefactos manuales exigen toda la atención? Según me parece, la foto con la que encabecé este post no proviene de una película y no parece montada a propósito. ¿En qué se diferencia de las escenas de los deambulantes de Her? Solo en el hecho de que en la del encabezado hay un individuo que decide mirar la realidad? ¿O no será más bien... quedar fuera de ella?