sábado, 19 de diciembre de 2015

Teorema de Pitágoras: pequeña crónica de una negación

Para Anizabel Pérez... porque la curiosidad alimenta al gato.


La historia de la matemática tiene sus humoradas; algunas de ellas hasta un tanto crueles. Hay una larga tradición de equívocos en la autoría de ciertos resultados importantes: el teorema que lleva el nombre de Fulano, ya el tal Fulano lo encontró así o lo sabía de Mengano; sobran ejemplos. En el caso específico de Pitágoras (supuestamente nacido en Samos en el siglo V a. C.), el asunto es más profundo aun: hay quienes han dudado hasta de la existencia de Pitágoras, pero aquellos que aseguran su existencia no dejan de mencionar la ambigüedad -o peor aun, difuminación- histórica entre la obra de este pensador y la producción intelectual de la escuela que -según se dice- lideró.

Preguntado el transeúnte desprevenido por algo que le recuerde la palabra Pitágoras, de seguro responderá el teorema de Pitágoras aunque, con un alto índice de probabilidad, no querrá ser interrogado acerca de su contenido. Se sorprenderá de saber que el dichoso teorema podría no ser ni de Pitágoras ni pitagórico: todas las fuentes que lo asignan al sabio o a su escuela son harto posteriores al período de existencia del nativo de Samos. Pero no solo eso: hay muchas pruebas históricas de que el teorema o casos particulares de él eran conocidos por civilizaciones anteriores (Babilonia, China, India), de manera que los pitagóricos pudieron haber sido solo receptores y, por supuesto, difusores.

Si fuera éste el caso, tampoco podría hacerse demérito de su esfuerzo. El ejercicio matemático valora los enfoques originales y el legado pitagórico recogido hasta ahora abunda en originalidad. Tanto así que, en el conjunto de la obra pitagórica, el teorema que nos ocupa es casi obra menor; su profundidad palidece ante aportes del tamaño de los problemas de aplicación de áreas o la insondable teoría de los inconmensurables, cuya presencia -expresada en muy modernos términos- impregna hoy en todas sus líneas la rama de la matemática conocida como Análisis. Esta difícil teoría fue uno de los problemas más acuciantes de la antigüedad matemática griega y no pudo ser resuelto por sus proponentes; hubo que esperar hasta un discípulo de Platón, llamado Eudoxo, para que el velo se descorriera.

Es más, pudieron haber sido los de la caverna (Pitágoras enseñaba dentro de una cueva) los  precursores de un pecado matemático, que los practicantes de la disciplina no suelen perdonar aunque todos lo apliquen: el uso argumental de lo no demostrado. Explico: se supone que la matemática es una cadena de demostraciones basada en cosas cuya certeza se ha establecido de antemano; si algo no se sabe de seguro, no es válido utilizarlo como argumento en una demostración. Pero algunas veces el convencimiento interior puede más y se decide correr el riesgo. Casi siempre se hace la salvedad, pues es como barrer la casa con escoba prestada; no obstante lo importante es haberlo dicho yo primero: en matemática (o en la ciencia en general) los segundos inventores no tienen derechos. Parece que los pitagóricos tenían una demostración del teorema que necesitaba de sus indemostrados inconmensurables.

Creo que he de decir la motivación de este post. Desde hace algún tiempo buscaba la colaboración de un artesano en la elaboración de un juguete -pensado para mi nieto de siete años- basado en dos de las más de mil demostraciones del teorema de Pitágoras (quizás el más demostrado de la historia). Vano fue el intento, tal vez porque también les pareció vana la intención; así que decidí utilizar mis torpes manos en el asunto, con ayuda carpinteril y producir los rompecabezas que se ven en la figura de arriba, al inicio del post. A todas estas, hasta ahora ni siquiera he tenido la delicadeza de recordar el contenido del teorema al lector ajeno: se trata de un triángulo rectángulo y de construir sobre sus tres lados sendos cuadrados, resultará que el cuadrado construido sobre la hipotenusa (el lado mayor del triángulo) será igual a la suma de los construidos sobre los catetos (los otros dos lados). Extraídos del juguete para hacer la figura de la derecha, el cuadrado verde agua es la suma de los cuadrados verde intenso. El final de este párrafo debe referir la motivadora curiosidad de Anizabel Pérez al ver la foto del juguete en Facebook y su ganado impulso a reencontrarse con algo dejado de lado hace unos cuantos años atrás; una muestra de que no todo aquel que sigue el camino de las humanidades lo hace por temor a la matemática.



Vuelvo entonces a la historia (parcial, por supuesto) de las demostraciones del teorema. Cuando dos siglos después del nacimiento del pitagorismo, el alejandrino Euclides decide escribir la obra cuya estructura teórica es lo más parecido en la antigüedad a la que hoy exigimos a cualquier obra matemática que se respete, se encuentra con el problema de cómo exponer el teorema de Pitágoras sin incurrir en el propio pecado de los pitagóricos. El asunto es que esta obra euclidiana -denominada Elementos- estaba separada en trece libros y el teorema de Pitágoras cerraba el primero de los trece, mientras los inconmensurables no aparecían hasta el quinto volumen. En un alarde de ingeniosidad, el alejandrino mantiene intacta la idea pitagórica, pero modifica el método para llegar a ella. El esfuerzo le significa el uso de una figura tan complicada como la de la izquierda; complicación aparente pues la idea resulta ser sencilla, aunque no penetraré en ella; baste decir que las líneas interiores comparan triángulos con rectángulos y separan el cuadrado mayor en dos rectángulos iguales a los cuadrados menores. (Por cierto, quien guste de los detalles puede leer mi obra Historia de la matemática: Pitágoras y el pitagorismo, título que incluyo como un enlace a ella y cuya portada preside este párrafo... Perdonen la cuña.) Esta demostración le gana a Euclides el halago del historiador matemático Proclo, en el siglo V d. C, en su libro Comentarios al primer libro de los Elementos de Euclides, obra que ha sido una fuente importante de la historia de la matemática: Proclo cita en ella muchas obras que hoy están perdidas y es él la única referencia de este extravío.

Pero los chinos estuvieron antes, ya lo dijimos. Los dos primeros cuadrados del juguete contienen la llamada demostración china del teorema de Pitágoras: son dos cuadrados iguales entre sí, pues sus lados respectivos se obtienen concatenando longitudes iguales a los catetos del triángulo rectángulo (vale observar que todos los triángulos rectángulos son rojos, aunque no siempre del mismo tono). Si de iguales substraigo iguales los resultados que se obtengan serán iguales. Por lo tanto, de ambas figuras puedo quitar cuatro triángulos rectángulos iguales. ¿Qué queda? El cuadrado verde claro a la izquierda y los verde oscuro a la derecha: ¡el primero igual a la suma de los segundos! ¿Necesita alguien algo más fácil? Ingeniosos los chinos, ¿no? Llegaron a una de las claves más importantes del pensamiento humano así como un niño que juega a los rompecabezas.

En este punto me inquieta el historiador T. L. Heath, quien afirma que esta demostración no podría hacer sido pitagórica en tanto carece de "sabor griego". Más allá de la duda que pueda generar el reconocimiento de este supuesto sabor griego, el segundo libro de los Elementos de Euclides -calificado por algunos como el más pitagórico de los trece- no es más que un muestrario de proposiciones cuyas demostraciones consisten en el armado y rearmado de piezas iguales en formas distintas: un catálogo de rompecabezas, pues. De manera que tímidamente asomo mi desacuerdo con el gran maestro: el teorema de Pitágoras pudo haber terminado el libro I o comenzado el II en este mismo estilo. Proclo no se habría maravillado menos.

Posiblemente inspirado por esta demostración china, el tercer cuadrado del juguete contiene también su propia demostración, solo que un tanto más oculta, menos clara. El juego, en este caso, implica algo de cálculo (sacar cuentas). El área del cuadrado puede determinarse observando que su lado es la hipotenusa del triángulo rectángulo. Pero hay otra forma de hacer el cálculo: sumando las áreas de los cuatro triángulos rectángulos (rojos, para variar) y la del cuadrado azul central. Es este cuadradito el que nos conducirá al álgebra de nuestros primeros años de bachillerato. Para un niño de siete años, por ahora es solo un rompecabezas.

Termino con una curiosa nota política. Ciertamente ha habido matemáticos presidentes de su país, este enlace dice algunas cosas interesantes al respecto. Pero con relación al teorema de Pitágoras la historia recoge una demostración del presidente número 20 de los Estados Unidos: James Garfield. Con astucia de gato -propia de su apellido- este caballero, matemático aficionado, enlazó dos triángulos rectángulos iguales, logrando que entre ellos pudiera insertarse otro triángulo rectángulo de catetos iguales. La figura que así se forma es un trapecio, cuya área puede calcularse de dos maneras: (1) usando la famosa fórmula semisuma de las bases por la altura y (2) sumando las áreas de los tres triángulos rectángulos. Agudo y simple. La vida de Garfield terminó en el ejercicio del cargo, como producto de una agudeza y de una torpeza: la agudeza de una bala que le metieron en el tórax y la torpeza de un medicucho que extendió la herida en vez de cerrarla. Posiblemente le recordemos más los matemáticos que los políticos.

martes, 24 de noviembre de 2015

Acerca de un injusto olvido

Clásico es una palabra que se puede usar con muchos sentidos y significados. Por ejemplo, si hablamos de creación intelectual, ¿cuándo comenzamos a llamar clásica a la obra de un autor determinado? La visita al diccionario es de ayuda luego de un cuidadoso proceso de descarte; el DRAE -por nombrar algo- nos presenta diez acepciones del término, de las cuales -dentro de aquellas que entran en contexto con el tema que acabamos de plantear- destacamos:

3. adj. Dicho de un autor o de una obra: Que se tiene por modelo digno de imitación en cualquier arte o ciencia. U. t. c. s. m.

4. adj. Perteneciente o relativo al momento histórico de una ciencia en el que se establecen teorías y modelos que son la base de su desarrollo posterior.

Clásico está entonces asociado a la permanencia en el tiempo. Permanencia que significa la presencia constante de seres humanos dispuestos al disfrute o uso de la obra a pesar del paso de la Historia. El Quijote es y seguirá siendo lectura para todas las generaciones, Beethoven se seguirá oyendo mientras haya oidos sensibles sobre la Tierra, Chaplin seguirá haciendo reír por encima de los grandes avances técnicos del cine, los Beatles parecen también estar atados a la eternidad (si es que la eternidad existe). Pero nuestra premisa de permanencia habla de "disfrute o uso de la obra" y es en este último punto -el del uso- en el que entra el clasicismo de algunas obras científicas. Cruelmente, este detalle es el responsable del olvido del autor de la obra: queda el trabajo, pero el nombre de quien lo hizo se diluye en el tiempo. En esta categoría de injustificado olvido se encuentra el nombre de Simon Stevin (1548-1620).
Nacido en Brujas, la capital de Bélgica (también se habla de él como Simón de Brujas), a Stevin se le reconocen varias profesiones, entre las que destacan ingeniero y matemático. Por supuesto que a nosotros viene por lo segundo, mas lo que queremos destacar de su obra es algo tan del día a día que con ello tienen que ver el vendedor ambulante, el obrero, el médico y el matemático más eminente: hablamos de los decimales, esos dígitos que se escriben después de la coma o el punto y que representan la parte fraccionaria  de un número. Del paso de uso habitual a la condición de naturalidad solo media la costumbre, esto es, al acostumbrarnos a algo se nos hace tan natural que no podemos pensar que alguna vez haya sido distinto a cómo lo conocemos. Pero algunas naturalidades están llenas de carga histórica. Revisemos el camino recorrido por la nuestra.

No le fue fácil a la Europa medieval entrar a la numeración mal llamada arábiga (en realidad se debe a los indios), ésa de 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8 y 9 a la cual se le añade el 0 que -contradictoriamente- es un símbolo tan lleno de contenido que asombra su indicación de carencia. El cálculo -o mejor: el sacar cuentas- no era una actividad cotidiana y si necesidad hubiera de ella había profesionales -los calculistas o abaquistas- que podían hacer el trabajo. Estos calculistas se la llevaban bien con los números romanos; después de todo, llegar a una multiplicación significaba un exagerado refinamiento, así que las sumas y restas eran casi todo lo necesario. Sumar en números romanos es cosa fácil si cambiamos ligeramente alguna regla, a la que pudiéramos llamar propiedad substractiva, esto es escribir un número mediante la resta... es más fácil con un ejemplo: LIV significa para nosotros 54, pues el I se resta del V. Esta propiedad se puede cambiar por una aditiva, con el requisito adicional de que ningún símbolo debe escribirse más de cuatro veces, así nuestro 54 romano quedaría LIIII.

Supongamos ahora que queremos sumar este LIIII (54) con otro número, digamos XXXVI (36). La regla es simplemente agrupar todos los símbolos de ambos números, lo que resulta en LXXXVIIIII; pero los cinco I dan un V por lo cual la cosa quedaría como LXXXVV y ahora los dos V dan un X y finalmente tendríamos LXXXX. Decimos "finalmente" pues de esta manera puede pasarse a la tradicional forma substractiva para que nos dé el XC (90) que queríamos obtener. La resta es algo más quisquillosa y no creo que haya muchos lectores interesados en la experiencia, pero puede ser la curiosidad una fuerza tan iresistible que ahorro el trabajo al curioso dando el correspondiente enlace a Wikipedia.

Farragoso, ¿no? Algunos pensadores tomaron temprana nota de este asunto. Entre ellos el clérigo Gerberto de Aurillac (946-1003), quien cruzaría del siglo X al XI como el papa Silvestre II (el primer papa francés de la historia, en un corto papado de cuatro años), pero años antes de su pontificado proponía novedosos sistemas de cálculo, como un ábaco de su propia invención o el sencillo proceso posicional que la numeración indoarábiga portaba. No fue suficiente su enorme prestigio, era aún muy temprano para despertar a la Europa que aun dormía bajo el infujo aritmético de Nicómaco y Boecio, y seguiría en su sueño por cuatrocientos años más, lapso en el cual otra débil luz encendida por Leonardo de Pisa o Fibonacci (c. 1170-1250) repetiría -quizá sin saberlo y también infructuosamente- el esfuerzo del religioso neomilenario.

No obstante, ya cerca del final del siglo XV -ése que terminaría mostrando a los de piel pálida territorios y seres humanos desconocidos- las crecientes necesidades del comercio obligaron a la sensatez y para ese entonces ya la numeración indoarábiga tenía carta de residencia europea. Pero persistía un problema: al realizar pesos o medidas (en matemática ambos son medidas) había que ir más allá de los números enteros. A lo mejor una vaca producía diez cántaras de leche más un resto que era menor que una cántara; ¿cómo determinaban vendedor y comprador el precio de este resto? Ya desde la antigüedad babilónica se manejaban las fracciones (esas que nos han malvendido alguna vez como quebrados) y, por supuesto, los europeos las incorporaron para cubrir esas necesidades, dividiendo las unidades de medida en partes iguales de varias formas distintas. Así, un recipiente de un medio de cántara podía ayudarnos a ver que el sobrante era ligeramente mayor de 1/2, pero todavía quedaba algo de leche por medir, para la cual quizás podría usarse un recipiente de un quinto de cántara y resultaban dos de ellos, por lo que finalmente la cantidad de leche era de 10+1/2+2/5 de cántara. Si todavía sobraba algo, lo más seguro era que se dejaba de ese tamaño para aligerar el trabajo.

Si esta producción de leche había que incorporarla a la de otra vaca que había dado 12+3/5+2/7 de cántara, se planteaba el problema de la totalización de las fracciones, pues totalizar los enteros ya no era mayor problema. (Es un decir: hasta el siglo XIX aun había calculistas; hombres tan cultos como Montaigne manifestaron públicamente no tener niguna habilidad de cálculo. Hoy por hoy... pues... ummh... hay sus casos.) Por supuesto que se conocían las reglas de manejo de las fracciones, pero éstas son sumamente pesadas, como lo manifiesta todo el que pasa por los famosos quebrados. (Aun más: la forma en que se les enseña actualmente los despoja de todo contenido, magnificando así la pesadez.) Si se dispusiera de alguna manera de representar estas fracciones por números enteros, sin duda que la tarea se facilitaría.

Vinieron entonces en ayuda los antiguos babilónicos, quienes habían utilizado consistentemente el sistema de numeración de base 60, ese mismo que usa todo el mundo para calcular el tiempo (horas, minutos y segundos), pero también para medir ángulos, cosa muy necesaria para una época que se alimentó de la navegación hacia los nuevos y viejos territorios del mundo. Los ángulos servían para medir en el cielo, al cual se consideraba una esfera, se medían (aun se hace) en grados (º), minutos (') y segundos ("). La leche que dan las vacas también se puede medir (babilónica o sexagesimalmente) en cántaras, minutos y segundos, donde un minuto es la sesenta-ava parte de una cántara y un segundo la sesenta-ava parte de un minuto. Por ejemplo, de las vacas anteriores la primera da 10c 55' y la segunda 12c 53' 8". (Seguro que alguno se pregunta por qué. Para contestar no es mala idea colocarse en los zapatos del hombre del medioevo. Bueno... sacudiendo la pereza.) Para totalizar, se podía escribir la operación así:
sumando las cántaras, sus minutos y segundos por separado. Claro... cuando uno ve la columna de los minutos se da cuenta de inmediato que 55 más 53 no es 48, sino 108... es precisamente ésa una de las ventajas de la escritura sexagesimal: 48 es el exceso de 108 respecto a 60, entonces escribo los 48 minutos y llevo (¡qué verbo tan pícaro!) los sesenta que son una cántara; cuando sume las cántaras el 22 se convertirá en 23 por la cántara llevada.

¡Ingenioso!, ¿no? Así pasa siempre que conocemos algún instrumento de cálculo antiguo: nos maravilla su ingeniosidad. Sin embargo, lo más interesante y más profundo del asunto no lo hemos considerado todavía: hemos evitado el cálculo con las fracciones y todo se ha resuelto mediante números enteros; las fracciones están allí, pero solo nominalmente, no estorban el cálculo. Es en este momento que entra nuestro amigo Stevin en el relato, pues aun el sistema sexagesimal le parecía complicado y concibió la maravillosa idea de considerar fracciones decimales en vez de sexagesimales. Las fracciones decimales son aquellas cuyo denominador es la unidad seguida de ceros (perdónenme los amigos matemáticos por no decir las potencias de 10), como 1/10, 1/100, 1/1000, etc.

Stevin vio en estas fracciones la solución definitiva al problema de operar con números que llevaran parte fraccionaria. Bueno es decir que había antecedentes, por ejemplo D. E. Smith reporta en su libro Rara Arithmetica un libro de 1492 (el mismo año del descubrimiento de América) en el cual se escriben los números mediante fracciones decimales separando la parte entera de la fraccionaria mediante un punto, tal como lo hacen hoy las modernas calculadoras. Pero todo esto no era más que un asunto de presentación, pues no llevaba explícita la carga operativa que genialmente notó el flamenco quien, para explicar su idea, escribió en 1585 un libro al que denominó La Disme, nombre que sugiere el carácter decimal del pensamiento que expone el texto. La influencia de La Disme en el curso de nuestra civilización es tan importante que esta obra debería tener tanta notoriedad como El Quijote o Macbeth, pero en realidad ni siquiera aparece el nombre en El Pequeño Larousse Ilustrado, aunque sí aparece su autor. (Hablo solo de notoriedad. Todos saben que El Quijote es notable, pero muchos ni siquiera han leído su primera página.) En La Disme, Stevin nos enseña a operar los números tal y como lo hacemos hoy, aunque con alguna diferencia de forma, que vale la pena exponer.

La idea inicial es ordinalizar los decimales, esto es, indicar el orden en que deben venir; para ello utiliza las denominaciones prima, segunda, tercera, etc. Así, nuestra primera vaca produce 10 cántaras más 7 primas, mientras que la segunda da 12 cántaras, 8 primas, 8 segundas, 5 terceras y un resto adicional que mejor dejamos secar. A la parte entera del número, Stevin la llama Comienzo (así con mayúscula) y, a falta de mejor orden, se le asigna 0. Entonces, las producciones de las vacas quedan de la siguiente manera


tal como deben representarse de acuerdo a lo establecido en La Disme. Para sumarlos, el flamenco dispone la operación de la siguiente manera:


un resultado con un Comienzo de 23 cántaras, 5 primas, 8 segundas y 5 terceras. Es de notar que las posiciones que el número no tiene se rellenan mediante ceros.

¡La democracia total! Planteado de esta manera, el cálculo de cantidades se convertía en algo tan mecánico que era cuestión de tener en la memoria algunos resultados básicos (lo que después fueron las famosas tablas) y llevar estos resultados parciales a operaciones mucho más generales con los números que se deseara o necesitara. No hemos descrito (ni lo vamos a hacer) la resta, multiplicación, división y hasta extracción de raíces, pero en esencia las proposiciones de La Disme son los procedimientos que hoy realizamos. (Digo mejor: deberíamos realizar. Nadie lo hace más allá del aprendizaje pues se dispone de calculadoras.) Todos estos procedimientos (menos la radicación) esperamos que sean conocidos por cualquier niño que sale de la escuela primaria vía sexto grado. Pero para esto se requirió mucho tiempo en el que hasta parte de la intelectualidad se resistió a este aprendizaje. Todavía hoy asombra que haya quienes presumen de conocimiento humanístico en la misma medida que lo hacen de ignorancia matemática.

No faltará quien reclame: ¡No, así no se suma hoy! Esos circulitos indicadores de orden nadie por aquí los ha visto. Razón tienen... en lo que respecta a los circulitos. Pocos años después del trabajo de Stevin, Juan Néper, el inglés inventor de los logaritmos, se planteó separar la parte entera (el Comienzo de Stevin) de las fracciones decimales mediante un punto (igual que en 1492, pero de seguro Néper no lo sabía), y sobreentender cada una de las posiciones decimales. Las operaciones se seguirían realizando tal como lo mostró Stevin o con variaciones menores:

Hoy no hay acuerdo sobre si debe separarse con un punto o una coma y en ello van hasta los orgullos nacionales; pero qué importa: todo el mundo -según parece- entiende el concepto y del concepto para allá solo falta ponerse de acuerdo en cómo escribir las cosas. Algún día nos pondremos de acuerdo.

jueves, 5 de noviembre de 2015

CASA DE ARENA: relatividad, poesía y soledad




Un largo lapso de silencio, una cansina caminata, un desierto amplio y riguroso, un rostro cansado, otro conforme y otro empecinado; he allí el comienzo de Casa de arena, la película que el director brasileño Andrucha Waddington  nos entregó en el año 2005. Quizás una casualidad, pero ese año hacía 100 de la publicación por Albert Einstein de su famosa teoría especial de la relatividad, la que juega un papel fundamental en esta película, pero poco reconocido por quienes la han comentado.

El tiempo -ese concepto que recibiría una sacudida tan fundamental en la teoría de la relatividad- es el verdadero protagonista de la película de Waddington. El tiempo es quizás la más sutil de las invenciones humanas. (La demagógica frase El tiempo de Dios es perfecto es brutalmente contradictoria: no puede tener Tiempo quien es absoluto, eterno y simultáneo; al tiempo lo necesitan los seres relativos, finitos y consecutivos... y quienes puedan pensar en él; a los animales no les hace falta y por tanto carecen de conciencia de tiempo.) Áurea (Fernanda Torres) es víctima fatal del tiempo; su voluntad no tiene la capacidad de cambiar su destino por mucho que su carácter se rebele ante la suerte escogida; también el azar la traiciona en la única oportunidad en que decide oponerse con aparente éxito a su circunstancia.

Llevada al desierto por un marido -Vasco de Sa (Ruy Guerra)- empeñado en la promesa de la prosperidad frente a la nada, Áurea tiene principalmente a la angustia como compañera para ver pasar los días. También lleva consigo a su madre María, representada por la imponente Fernanda Montenegro  de Estación central de Walter Salles. (Por cierto, en la vida real Fernanda Torres es hija de Fernanda Montenegro y esposa del director Andrucha Waddington.) Pero también lleva una compañía pasiva: en su vientre abultado va su futura hija, quien recibirá el nombre de la abuela y será representada por Camila Facundez en su niñez.

La atrevida concepción einsteniana colocó al tiempo como una de las patas del trípode que sostiene a la realidad física: junto con la materia y el espacio están ligados de una manera tan íntima, que se hace imposible separar cualquiera de ellos del trío y los cambios de uno cualquiera son necesariamente cambios de los otros dos; así, el tiempo deja de ser el absoluto que alguna vez quiso el marco newtoniano. Una de las consecuencias más sorprendentes de tan obnubilante punto de vista es la llamada paradoja de los gemelos, según la cual si uno de dos gemelos parte en viaje relativista a confines del Universo que ni siquiera avizoramos, a su regreso conseguirá que su hermano ha envejecido mientras él aún mantiene su lozanía juvenil. (Será difícil comprobar esto con seres humanos, pero ya las partículas subatómicas han hecho el trabajo por nosotros.)

Waddington nos maravilla haciendo poesía de la paradoja de los gemelos, en una bella escena de amor en la que un piloto de la Fuerza Aérea Brasileña (el teniente Luiz, representado de joven por Enrique Díaz y de viejo por Stenio García), comenta el fenómeno a la arrobada Áurea quien,  incapaz de comprender, pregunta dónde se desplazará el gemelo viajante, a lo que recibe como respuesta: En un cohete. Es éste apenas un pequeño detalle de la solidez del guión de Elena Soarez (quien concibió la historia junto al propio Waddinton y Luiz Carlos Barreto), pues al final de la película retorna la paradoja de una forma tan bella, que es mejor verla que leerla, por lo que optaré por el silencio.

No termina la historia de sorprendernos. El teniente Luiz es guía de una renombrada expedición científica: una de los dos que observó el fenómeno de la desviación de la luz por la masa del sol en el famoso eclipse de 1919, con el que Dyson y Eddington comprobaron -más allá de toda duda razonable- la teoría de la relatividad general que Einstein había entregado a la imprenta en 1915. (Estamos en el año 100 de esa memorable fecha.) Sí... la expedición fue a Brasil y, aunque la película no nos sitúe en el lugar exacto, no podemos reclamarle su ficción pues enmarca una historia de amor que quedará como memoria para los cincuenta años siguientes, al cabo de los cuales el Hombre pisaría la luna, coincidencialmente en un cohete. Nos sorprende que el guía pueda explicar a su amante con particular detalle el objeto de la expedición; resulta ser un militar muy informado científicamente para su tiempo. Pero estamos en plan de perdonar ficciones porque el amor siempre lo queremos vivir en los términos más fantásticos posibles. Y para eso está el cine: para envolvernos en un engaño que disfrutamos precisamente por aceptar de manera voluntaria hacernos cómplices de él.

Luiz fue la única posibilidad real de Áurea de abandonar el desierto que la aprisiona en su vastedad, pero la tragedia se interpone en su camino. En adelante su realidad será solo la arena y no habrá otra realidad más allá del horizonte que la arena impone. En el mismo momento amoroso que vive con Luiz, Áurea incluso desconoce que el mundo pasó por una atroz guerra durante los cuatro años anteriores, desde el comienzo de su propio confinamiento. A pesar de ello, mujer vital como es consigue en los brazos de Massu (joven, Seu Jorge; viejo, Luiz Melodia) -posiblemente el más inteligente del grupo de esclavos fugitivos que hicieron propiedad junto con Vasco de los áridos terrenos- el amor del que había quedado huérfana y que tanto necesitaba.

En adelante, nos deslumbran tres cosas: (1) la inteligencia del guionista al mantener coherencia entre pasado y presente, cambiantes sorpresivamente frente a los aturdidos ojos del espectador;  (2) la sabiduría del director al jugar un enroque actoral que metamorfoseaba a las mismas actrices en nuevos personajes y (3) la versatilidad actoral (de ambas Fernandas, pero sobre todo la Montenegro) que nos convence sin reservas que puede ser una vez la madre y otra vez la hija. No solo eso: llega incluso a ser la nieta, en un alucinate juego en el que dos generaciones se ven la cara en la misma escena representadas por la misma actriz. ¿Sería la paradoja de los mellizos la que convocó a tal alarde de cinematografía? Quién sabe, pero el resultado deja satisfecho al más exigente.

En el desenlace, el toque de ternura -ante tanto dolor y soledad- lo gana la aparición de la música, presentida desde escenas tempranas de la película. Pero, después de todo, la música no es más que una manifestación estética de la matemática del tiempo. De manera que hasta el final nos acompaña esta presencia.

lunes, 14 de septiembre de 2015

Recuento de una agradable jornada creativa

En el momento de recibir uno de los innumerables premios que ha ganado a lo largo de su vida, el actor Morgan Freeman afirmó -palabras más, palabras menos- que si el trabajo era algo desagradable, entonces él jamás había trabajado, pues nunca había hecho nada distinto de aquello que le gustaba. Se suele contraponer placer y trabajo: alguna máxima se ha empeñado en que el trabajo lo hizo Dios como castigo, de manera que son cosas radicalmente distintas decir Fulano está trabajando a Fulano está jugando. Pero lo absoluto siempre ha sido un imán de contradicciones y es muy fácil mostrar contraejemplos a esta idea: basta ver que hay gente que vive de jugar (y ganan por ello unas sumas fabulosas, de paso).

En la valoración del común de la gente, la matemática ha ganado fama de adusta; tal adustez hace entonces contrasentido con la idea de que pudiera ser divertida o, más aún, comparable con juego alguno. De nuevo nos encontramos con el eterno conflicto entre apariencia y parecencia: el matemático no hace otra cosa que jugar. (Claro: en ninguna parte del mundo gana las astronómicas sumas de jugadores en otras áreas y menos en este oscuro rincón de la Tierra, donde cualquier pauta cultural es sospechosa y ni siquiera se sabe para qué sirve un matemático.)
El matemático juega con objetos ideales, abstractos, elaborados por la mente y manejados únicamente por ella. (Suele sorprender a propios y extraños que toda esta abstracción se empeñe en conseguir lugares en el mundo concreto, sobre los cuales el estudio matemático ejerce cierto poder de predicción y control... pero esto es harina de otro costal.)

No debe sorprender, por tanto, que el juego en sí sea un objeto matemático... y efectivamente lo es; de hecho, hasta existe una teoría matemática que lleva el sugerente nombre de teoría de juegos. No hace falta ir tan lejos, sin embargo: cualquier juego puede motivar un problema matemático. (Por ejemplo: ¿cuál es el número posible de juegos distintos de la vieja o tres en raya.) Y hasta existen juegos hechos precisamente para que la gente aprenda matemática. Y esto último no es nada nuevo... es más, allí es donde quiero aterrizar. Porque resulta que, de un tiempo a esta parte, Tomás Guardia -joven matemático, profesor de la Universidad Central de Venezuela (UCV)- y este servidor se ocupan de un juego medieval llamado rithmomachia, que sería ocioso describir aquí ya que le hemos dedicado dos artículos: Rithmomachia: un juego serio (¡como todos los juegos!) y Rithmomachia: espíritu y acción. En todo caso, es un juego de números para sacar las cuentas que aprendimos en la escuela primaria, algo de regla de tres y, si avanzan mucho (porque hay varios niveles de juego), un poquito de progresiones.

Rithmomachia se inventó para ayudar a la gente a aprender los conceptos de De institutione aritmética de Boecio, un libro de tradición pitagórica, cuya vigencia duró la bicoca de entre 900 a 1000 años. En ese libro se habla de cosas tan raras como múltiplos, superparticulares, partientes y superpartientes. Con estos específicos conceptos se diseñan los números que se colocan sobre el tablero de rithmomachia (que se ve en la foto de arriba). Jugar para aprender... en realidad un procedimiento nada nuevo.

Les cuento más. Los griegos clásicos construyeron todo su arte sobre la teoría de las proporciones. Resulta ser que la proporción preferida es la que hoy llamamos razón áurea, que consiste en cortar un segmento en dos partes desiguales, de manera que la razón (o cociente, o división) entre el segmento completo y la parte mayor del corte sea la misma que la existente entre dicha parte mayor y la menor. La razón áurea con el tiempo permitió identificar un número especial, que se llamó el número de oro, relacionado tanto con el número 5 como con el pentágono regular. Es irracional, lo que en matemática se refiere a la extraña particularidad de tener una parte decimal con infinitas cifras que no llevan un patrón de formación constante; con cinco decimales es igual a 1,61803. Hacen multitud los libros que muestran la presencia del número de oro en innumerables obras de arte antiguas y modernas. Pero, aunque parezca cosa de locos, el número de oro tiene que ver con los conejos.

En el siglo XIII un matemático a quien apodaban Fibonacci, se dio cuenta que a partir de una pareja de conejos la población crecía según la sucesión 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34, 55, 89, etc., en la cual cada número que se escribe es la suma de los dos últimos que se escribieron. (Los dos primeros unos corresponden al conejo y la coneja inicial.) Fíjense que la sucesión puede continuarse todo lo que se quiera, es decir, uno puede seguir escribiendo números (cada vez más grandes) siguiendo la regla anterior hasta que lo lleven a la tumba. Lo interesante es que si a cada uno de esos números uno lo divide por el que dejó atrás entonces el resultado se parece cada vez más al número de oro (¡busca la calculadora, lector!). En otras palabras: la sucesión de Fibonacci contiene dentro de sí -de manera solapada- al número de oro.

¿Y qué tiene que ver esto con rithmomachia? Pues, resulta que Tomás Guardia es un fanático del número de oro; tanto así que piensa que a la ecuación de Euler (considerada una de las más bellas -si no la más bella- de la matemática) lo único que le falta es el número de oro. Y entonces en una oportunidad se puso a juguetear con los números de rithmomachia y consiguió cosas que se parecen al número de oro. Yo recordé la película π, orden en el caos de Darren Aronofski, en la que el mentor del protagonista Max lo previene de ponerse a buscar números, pues quien busca un número siempre lo encuentra: esa es la esencia de la numerología, "ciencia" tan alabada por los habladores de pistoladas que ocupan los espacios televisivos matutinos.

No obstante en la esencia del número de oro está el sutil concepto de infinito: se supone que para llegar a él por medio de la sucesión de Fibonacci tendríamos que escribir los infinitos números de la sucesión, cosa imposible para la dinámica de la vida, mas no para el poder de la imaginación. Eso es lo que hace el matemático: imaginar. Imaginamos entonces Tomás y este servidor que quizás hubiera una manera de convertir el tablero de rithmomachia en un tablero infinito, manteniendo aun vivo el espíritu de Boecio y su milenario texto, vale decir, mantener el espíritu pitagórico. ¡Resultó que se podía! Y... ¡a qué no adivinan! Se pudo justamente con la sucesión de Fibonacci. (Vale la pena comentar que Boecio vivió de 480 a 524 d. C., mientras que Fibonacci lo hizo de 1170 a 1250 d. C.) 

Por mucho que algunos la vean como materia muerta, la matemática tiene vida propia. No hay nada que se descubra en matemática que no traiga nuevas preguntas. Lo primero es que las cosas que se descubren tienen que recibir un nombre, hay que bautizarlas; por razones etimológicas, los números que descubrimos quisimos llamarlos sucesiones fibocuadráticas (¿suena complicado? ¿díganme qué les parece esternocleidomastoideo?) Y resultó que, de manera muy natural, las sucesiones fibocuadráticas también guardan solapadamente al número de oro... ¡una manera muy satisfactoria de convertir la numerología original de Tomás en matemática genuina!

Pero el nuevo engendro siguió cobrando vida. Pasa que como la sucesión de Fibonacci es una especie de mina inagotable de resultados matemáticos hermosos, en el siglo XVII el astrónomo Giovanni Cassini consiguió una muy bella relación entre tres términos consecutivos cualesquiera de la sucesión de Fibonacci. Resultó natural -aunque no necesariamente se cumpla siempre esta condición histórica- que a esta relación se le llamase identidad de Cassini. Pues bien, en esta jugadera con rithmomachia a nosotros se nos atravesó varias veces en el camino la identidad de Cassini, hasta que llegamos a una fórmula que no involucraba solo tres términos de la sucesión de Fibonacci, sino cualquier número de términos de la misma. Más todavía: la fórmula nuestra se aplica a cualquier sucesión que se parezca (en cierto sentido) a la sucesión de Fibonacci. Resulta entonces que esta fórmula es una extensión de la identidad de Cassini. Todo eso escondido en un juego medieval pensado para ayudar a leer un libro de aritmética.

Ya con esto es suficiente. Para finalizar aquí basta decir que la cadena de preguntas no se ha parado, pero como se desprende del discurso de Morgan Freeman, pocas cosas son mejores que divertirse con lo que se hace como actividad de vida. Por eso esta descripción -que no debe parecerle a nadie algo extraordinario: es lo que hace habitualmente el matemático; cada día se logran cosas como ésta y aun más profundas e interesantes- lo que trata es de despertar en el profano de nuestra ciencia un sentido de su propia dinámica, de su manera particular de abordar sus realidades; mostrar que no es un sarcófago en el que sumos sacerdotes practican necrofilia intelectual. Es un organismo vivo y de colores brillantes.

Los trabajos matemáticos se presentan a la comunidad científica en un formato que se denomina con un anglicismo: paper. Nuestro paper puede conseguirse en este enlace, para aquellos de ustedes que tengan la curiosidad.