martes, 24 de noviembre de 2015

Acerca de un injusto olvido

Clásico es una palabra que se puede usar con muchos sentidos y significados. Por ejemplo, si hablamos de creación intelectual, ¿cuándo comenzamos a llamar clásica a la obra de un autor determinado? La visita al diccionario es de ayuda luego de un cuidadoso proceso de descarte; el DRAE -por nombrar algo- nos presenta diez acepciones del término, de las cuales -dentro de aquellas que entran en contexto con el tema que acabamos de plantear- destacamos:

3. adj. Dicho de un autor o de una obra: Que se tiene por modelo digno de imitación en cualquier arte o ciencia. U. t. c. s. m.

4. adj. Perteneciente o relativo al momento histórico de una ciencia en el que se establecen teorías y modelos que son la base de su desarrollo posterior.

Clásico está entonces asociado a la permanencia en el tiempo. Permanencia que significa la presencia constante de seres humanos dispuestos al disfrute o uso de la obra a pesar del paso de la Historia. El Quijote es y seguirá siendo lectura para todas las generaciones, Beethoven se seguirá oyendo mientras haya oidos sensibles sobre la Tierra, Chaplin seguirá haciendo reír por encima de los grandes avances técnicos del cine, los Beatles parecen también estar atados a la eternidad (si es que la eternidad existe). Pero nuestra premisa de permanencia habla de "disfrute o uso de la obra" y es en este último punto -el del uso- en el que entra el clasicismo de algunas obras científicas. Cruelmente, este detalle es el responsable del olvido del autor de la obra: queda el trabajo, pero el nombre de quien lo hizo se diluye en el tiempo. En esta categoría de injustificado olvido se encuentra el nombre de Simon Stevin (1548-1620).
Nacido en Brujas, la capital de Bélgica (también se habla de él como Simón de Brujas), a Stevin se le reconocen varias profesiones, entre las que destacan ingeniero y matemático. Por supuesto que a nosotros viene por lo segundo, mas lo que queremos destacar de su obra es algo tan del día a día que con ello tienen que ver el vendedor ambulante, el obrero, el médico y el matemático más eminente: hablamos de los decimales, esos dígitos que se escriben después de la coma o el punto y que representan la parte fraccionaria  de un número. Del paso de uso habitual a la condición de naturalidad solo media la costumbre, esto es, al acostumbrarnos a algo se nos hace tan natural que no podemos pensar que alguna vez haya sido distinto a cómo lo conocemos. Pero algunas naturalidades están llenas de carga histórica. Revisemos el camino recorrido por la nuestra.

No le fue fácil a la Europa medieval entrar a la numeración mal llamada arábiga (en realidad se debe a los indios), ésa de 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8 y 9 a la cual se le añade el 0 que -contradictoriamente- es un símbolo tan lleno de contenido que asombra su indicación de carencia. El cálculo -o mejor: el sacar cuentas- no era una actividad cotidiana y si necesidad hubiera de ella había profesionales -los calculistas o abaquistas- que podían hacer el trabajo. Estos calculistas se la llevaban bien con los números romanos; después de todo, llegar a una multiplicación significaba un exagerado refinamiento, así que las sumas y restas eran casi todo lo necesario. Sumar en números romanos es cosa fácil si cambiamos ligeramente alguna regla, a la que pudiéramos llamar propiedad substractiva, esto es escribir un número mediante la resta... es más fácil con un ejemplo: LIV significa para nosotros 54, pues el I se resta del V. Esta propiedad se puede cambiar por una aditiva, con el requisito adicional de que ningún símbolo debe escribirse más de cuatro veces, así nuestro 54 romano quedaría LIIII.

Supongamos ahora que queremos sumar este LIIII (54) con otro número, digamos XXXVI (36). La regla es simplemente agrupar todos los símbolos de ambos números, lo que resulta en LXXXVIIIII; pero los cinco I dan un V por lo cual la cosa quedaría como LXXXVV y ahora los dos V dan un X y finalmente tendríamos LXXXX. Decimos "finalmente" pues de esta manera puede pasarse a la tradicional forma substractiva para que nos dé el XC (90) que queríamos obtener. La resta es algo más quisquillosa y no creo que haya muchos lectores interesados en la experiencia, pero puede ser la curiosidad una fuerza tan iresistible que ahorro el trabajo al curioso dando el correspondiente enlace a Wikipedia.

Farragoso, ¿no? Algunos pensadores tomaron temprana nota de este asunto. Entre ellos el clérigo Gerberto de Aurillac (946-1003), quien cruzaría del siglo X al XI como el papa Silvestre II (el primer papa francés de la historia, en un corto papado de cuatro años), pero años antes de su pontificado proponía novedosos sistemas de cálculo, como un ábaco de su propia invención o el sencillo proceso posicional que la numeración indoarábiga portaba. No fue suficiente su enorme prestigio, era aún muy temprano para despertar a la Europa que aun dormía bajo el infujo aritmético de Nicómaco y Boecio, y seguiría en su sueño por cuatrocientos años más, lapso en el cual otra débil luz encendida por Leonardo de Pisa o Fibonacci (c. 1170-1250) repetiría -quizá sin saberlo y también infructuosamente- el esfuerzo del religioso neomilenario.

No obstante, ya cerca del final del siglo XV -ése que terminaría mostrando a los de piel pálida territorios y seres humanos desconocidos- las crecientes necesidades del comercio obligaron a la sensatez y para ese entonces ya la numeración indoarábiga tenía carta de residencia europea. Pero persistía un problema: al realizar pesos o medidas (en matemática ambos son medidas) había que ir más allá de los números enteros. A lo mejor una vaca producía diez cántaras de leche más un resto que era menor que una cántara; ¿cómo determinaban vendedor y comprador el precio de este resto? Ya desde la antigüedad babilónica se manejaban las fracciones (esas que nos han malvendido alguna vez como quebrados) y, por supuesto, los europeos las incorporaron para cubrir esas necesidades, dividiendo las unidades de medida en partes iguales de varias formas distintas. Así, un recipiente de un medio de cántara podía ayudarnos a ver que el sobrante era ligeramente mayor de 1/2, pero todavía quedaba algo de leche por medir, para la cual quizás podría usarse un recipiente de un quinto de cántara y resultaban dos de ellos, por lo que finalmente la cantidad de leche era de 10+1/2+2/5 de cántara. Si todavía sobraba algo, lo más seguro era que se dejaba de ese tamaño para aligerar el trabajo.

Si esta producción de leche había que incorporarla a la de otra vaca que había dado 12+3/5+2/7 de cántara, se planteaba el problema de la totalización de las fracciones, pues totalizar los enteros ya no era mayor problema. (Es un decir: hasta el siglo XIX aun había calculistas; hombres tan cultos como Montaigne manifestaron públicamente no tener niguna habilidad de cálculo. Hoy por hoy... pues... ummh... hay sus casos.) Por supuesto que se conocían las reglas de manejo de las fracciones, pero éstas son sumamente pesadas, como lo manifiesta todo el que pasa por los famosos quebrados. (Aun más: la forma en que se les enseña actualmente los despoja de todo contenido, magnificando así la pesadez.) Si se dispusiera de alguna manera de representar estas fracciones por números enteros, sin duda que la tarea se facilitaría.

Vinieron entonces en ayuda los antiguos babilónicos, quienes habían utilizado consistentemente el sistema de numeración de base 60, ese mismo que usa todo el mundo para calcular el tiempo (horas, minutos y segundos), pero también para medir ángulos, cosa muy necesaria para una época que se alimentó de la navegación hacia los nuevos y viejos territorios del mundo. Los ángulos servían para medir en el cielo, al cual se consideraba una esfera, se medían (aun se hace) en grados (º), minutos (') y segundos ("). La leche que dan las vacas también se puede medir (babilónica o sexagesimalmente) en cántaras, minutos y segundos, donde un minuto es la sesenta-ava parte de una cántara y un segundo la sesenta-ava parte de un minuto. Por ejemplo, de las vacas anteriores la primera da 10c 55' y la segunda 12c 53' 8". (Seguro que alguno se pregunta por qué. Para contestar no es mala idea colocarse en los zapatos del hombre del medioevo. Bueno... sacudiendo la pereza.) Para totalizar, se podía escribir la operación así:
sumando las cántaras, sus minutos y segundos por separado. Claro... cuando uno ve la columna de los minutos se da cuenta de inmediato que 55 más 53 no es 48, sino 108... es precisamente ésa una de las ventajas de la escritura sexagesimal: 48 es el exceso de 108 respecto a 60, entonces escribo los 48 minutos y llevo (¡qué verbo tan pícaro!) los sesenta que son una cántara; cuando sume las cántaras el 22 se convertirá en 23 por la cántara llevada.

¡Ingenioso!, ¿no? Así pasa siempre que conocemos algún instrumento de cálculo antiguo: nos maravilla su ingeniosidad. Sin embargo, lo más interesante y más profundo del asunto no lo hemos considerado todavía: hemos evitado el cálculo con las fracciones y todo se ha resuelto mediante números enteros; las fracciones están allí, pero solo nominalmente, no estorban el cálculo. Es en este momento que entra nuestro amigo Stevin en el relato, pues aun el sistema sexagesimal le parecía complicado y concibió la maravillosa idea de considerar fracciones decimales en vez de sexagesimales. Las fracciones decimales son aquellas cuyo denominador es la unidad seguida de ceros (perdónenme los amigos matemáticos por no decir las potencias de 10), como 1/10, 1/100, 1/1000, etc.

Stevin vio en estas fracciones la solución definitiva al problema de operar con números que llevaran parte fraccionaria. Bueno es decir que había antecedentes, por ejemplo D. E. Smith reporta en su libro Rara Arithmetica un libro de 1492 (el mismo año del descubrimiento de América) en el cual se escriben los números mediante fracciones decimales separando la parte entera de la fraccionaria mediante un punto, tal como lo hacen hoy las modernas calculadoras. Pero todo esto no era más que un asunto de presentación, pues no llevaba explícita la carga operativa que genialmente notó el flamenco quien, para explicar su idea, escribió en 1585 un libro al que denominó La Disme, nombre que sugiere el carácter decimal del pensamiento que expone el texto. La influencia de La Disme en el curso de nuestra civilización es tan importante que esta obra debería tener tanta notoriedad como El Quijote o Macbeth, pero en realidad ni siquiera aparece el nombre en El Pequeño Larousse Ilustrado, aunque sí aparece su autor. (Hablo solo de notoriedad. Todos saben que El Quijote es notable, pero muchos ni siquiera han leído su primera página.) En La Disme, Stevin nos enseña a operar los números tal y como lo hacemos hoy, aunque con alguna diferencia de forma, que vale la pena exponer.

La idea inicial es ordinalizar los decimales, esto es, indicar el orden en que deben venir; para ello utiliza las denominaciones prima, segunda, tercera, etc. Así, nuestra primera vaca produce 10 cántaras más 7 primas, mientras que la segunda da 12 cántaras, 8 primas, 8 segundas, 5 terceras y un resto adicional que mejor dejamos secar. A la parte entera del número, Stevin la llama Comienzo (así con mayúscula) y, a falta de mejor orden, se le asigna 0. Entonces, las producciones de las vacas quedan de la siguiente manera


tal como deben representarse de acuerdo a lo establecido en La Disme. Para sumarlos, el flamenco dispone la operación de la siguiente manera:


un resultado con un Comienzo de 23 cántaras, 5 primas, 8 segundas y 5 terceras. Es de notar que las posiciones que el número no tiene se rellenan mediante ceros.

¡La democracia total! Planteado de esta manera, el cálculo de cantidades se convertía en algo tan mecánico que era cuestión de tener en la memoria algunos resultados básicos (lo que después fueron las famosas tablas) y llevar estos resultados parciales a operaciones mucho más generales con los números que se deseara o necesitara. No hemos descrito (ni lo vamos a hacer) la resta, multiplicación, división y hasta extracción de raíces, pero en esencia las proposiciones de La Disme son los procedimientos que hoy realizamos. (Digo mejor: deberíamos realizar. Nadie lo hace más allá del aprendizaje pues se dispone de calculadoras.) Todos estos procedimientos (menos la radicación) esperamos que sean conocidos por cualquier niño que sale de la escuela primaria vía sexto grado. Pero para esto se requirió mucho tiempo en el que hasta parte de la intelectualidad se resistió a este aprendizaje. Todavía hoy asombra que haya quienes presumen de conocimiento humanístico en la misma medida que lo hacen de ignorancia matemática.

No faltará quien reclame: ¡No, así no se suma hoy! Esos circulitos indicadores de orden nadie por aquí los ha visto. Razón tienen... en lo que respecta a los circulitos. Pocos años después del trabajo de Stevin, Juan Néper, el inglés inventor de los logaritmos, se planteó separar la parte entera (el Comienzo de Stevin) de las fracciones decimales mediante un punto (igual que en 1492, pero de seguro Néper no lo sabía), y sobreentender cada una de las posiciones decimales. Las operaciones se seguirían realizando tal como lo mostró Stevin o con variaciones menores:

Hoy no hay acuerdo sobre si debe separarse con un punto o una coma y en ello van hasta los orgullos nacionales; pero qué importa: todo el mundo -según parece- entiende el concepto y del concepto para allá solo falta ponerse de acuerdo en cómo escribir las cosas. Algún día nos pondremos de acuerdo.

jueves, 5 de noviembre de 2015

CASA DE ARENA: relatividad, poesía y soledad




Un largo lapso de silencio, una cansina caminata, un desierto amplio y riguroso, un rostro cansado, otro conforme y otro empecinado; he allí el comienzo de Casa de arena, la película que el director brasileño Andrucha Waddington  nos entregó en el año 2005. Quizás una casualidad, pero ese año hacía 100 de la publicación por Albert Einstein de su famosa teoría especial de la relatividad, la que juega un papel fundamental en esta película, pero poco reconocido por quienes la han comentado.

El tiempo -ese concepto que recibiría una sacudida tan fundamental en la teoría de la relatividad- es el verdadero protagonista de la película de Waddington. El tiempo es quizás la más sutil de las invenciones humanas. (La demagógica frase El tiempo de Dios es perfecto es brutalmente contradictoria: no puede tener Tiempo quien es absoluto, eterno y simultáneo; al tiempo lo necesitan los seres relativos, finitos y consecutivos... y quienes puedan pensar en él; a los animales no les hace falta y por tanto carecen de conciencia de tiempo.) Áurea (Fernanda Torres) es víctima fatal del tiempo; su voluntad no tiene la capacidad de cambiar su destino por mucho que su carácter se rebele ante la suerte escogida; también el azar la traiciona en la única oportunidad en que decide oponerse con aparente éxito a su circunstancia.

Llevada al desierto por un marido -Vasco de Sa (Ruy Guerra)- empeñado en la promesa de la prosperidad frente a la nada, Áurea tiene principalmente a la angustia como compañera para ver pasar los días. También lleva consigo a su madre María, representada por la imponente Fernanda Montenegro  de Estación central de Walter Salles. (Por cierto, en la vida real Fernanda Torres es hija de Fernanda Montenegro y esposa del director Andrucha Waddington.) Pero también lleva una compañía pasiva: en su vientre abultado va su futura hija, quien recibirá el nombre de la abuela y será representada por Camila Facundez en su niñez.

La atrevida concepción einsteniana colocó al tiempo como una de las patas del trípode que sostiene a la realidad física: junto con la materia y el espacio están ligados de una manera tan íntima, que se hace imposible separar cualquiera de ellos del trío y los cambios de uno cualquiera son necesariamente cambios de los otros dos; así, el tiempo deja de ser el absoluto que alguna vez quiso el marco newtoniano. Una de las consecuencias más sorprendentes de tan obnubilante punto de vista es la llamada paradoja de los gemelos, según la cual si uno de dos gemelos parte en viaje relativista a confines del Universo que ni siquiera avizoramos, a su regreso conseguirá que su hermano ha envejecido mientras él aún mantiene su lozanía juvenil. (Será difícil comprobar esto con seres humanos, pero ya las partículas subatómicas han hecho el trabajo por nosotros.)

Waddington nos maravilla haciendo poesía de la paradoja de los gemelos, en una bella escena de amor en la que un piloto de la Fuerza Aérea Brasileña (el teniente Luiz, representado de joven por Enrique Díaz y de viejo por Stenio García), comenta el fenómeno a la arrobada Áurea quien,  incapaz de comprender, pregunta dónde se desplazará el gemelo viajante, a lo que recibe como respuesta: En un cohete. Es éste apenas un pequeño detalle de la solidez del guión de Elena Soarez (quien concibió la historia junto al propio Waddinton y Luiz Carlos Barreto), pues al final de la película retorna la paradoja de una forma tan bella, que es mejor verla que leerla, por lo que optaré por el silencio.

No termina la historia de sorprendernos. El teniente Luiz es guía de una renombrada expedición científica: una de los dos que observó el fenómeno de la desviación de la luz por la masa del sol en el famoso eclipse de 1919, con el que Dyson y Eddington comprobaron -más allá de toda duda razonable- la teoría de la relatividad general que Einstein había entregado a la imprenta en 1915. (Estamos en el año 100 de esa memorable fecha.) Sí... la expedición fue a Brasil y, aunque la película no nos sitúe en el lugar exacto, no podemos reclamarle su ficción pues enmarca una historia de amor que quedará como memoria para los cincuenta años siguientes, al cabo de los cuales el Hombre pisaría la luna, coincidencialmente en un cohete. Nos sorprende que el guía pueda explicar a su amante con particular detalle el objeto de la expedición; resulta ser un militar muy informado científicamente para su tiempo. Pero estamos en plan de perdonar ficciones porque el amor siempre lo queremos vivir en los términos más fantásticos posibles. Y para eso está el cine: para envolvernos en un engaño que disfrutamos precisamente por aceptar de manera voluntaria hacernos cómplices de él.

Luiz fue la única posibilidad real de Áurea de abandonar el desierto que la aprisiona en su vastedad, pero la tragedia se interpone en su camino. En adelante su realidad será solo la arena y no habrá otra realidad más allá del horizonte que la arena impone. En el mismo momento amoroso que vive con Luiz, Áurea incluso desconoce que el mundo pasó por una atroz guerra durante los cuatro años anteriores, desde el comienzo de su propio confinamiento. A pesar de ello, mujer vital como es consigue en los brazos de Massu (joven, Seu Jorge; viejo, Luiz Melodia) -posiblemente el más inteligente del grupo de esclavos fugitivos que hicieron propiedad junto con Vasco de los áridos terrenos- el amor del que había quedado huérfana y que tanto necesitaba.

En adelante, nos deslumbran tres cosas: (1) la inteligencia del guionista al mantener coherencia entre pasado y presente, cambiantes sorpresivamente frente a los aturdidos ojos del espectador;  (2) la sabiduría del director al jugar un enroque actoral que metamorfoseaba a las mismas actrices en nuevos personajes y (3) la versatilidad actoral (de ambas Fernandas, pero sobre todo la Montenegro) que nos convence sin reservas que puede ser una vez la madre y otra vez la hija. No solo eso: llega incluso a ser la nieta, en un alucinate juego en el que dos generaciones se ven la cara en la misma escena representadas por la misma actriz. ¿Sería la paradoja de los mellizos la que convocó a tal alarde de cinematografía? Quién sabe, pero el resultado deja satisfecho al más exigente.

En el desenlace, el toque de ternura -ante tanto dolor y soledad- lo gana la aparición de la música, presentida desde escenas tempranas de la película. Pero, después de todo, la música no es más que una manifestación estética de la matemática del tiempo. De manera que hasta el final nos acompaña esta presencia.