domingo, 28 de junio de 2020

SALÓ DE PASOLINI: ACERCA DE UNA METÁFORA ESCATOLÓGICA


    El excremento digestivo es el producto humano más despreciado, al punto que resulta insulto harto procaz mandar a alguien a comerlo. Hiere la sensibilidad humana el sugerir que el cuerpo recupere lo que previamente había rechazado de sí o lo había sido de cuerpo ajeno. La herida de la sensibilidad llega a un punto que compromete valores esenciales que transitan desde el decoro hasta la dignidad. Es difícil concebirlo incluso hasta como instrumento de tortura. No es fácil hacer humor fino con el excremento, aunque Buñuel lo haya intentado con aquella famosa escena de la cagada en reunión social, contrapuesta a la vergonzosa comida privada, íntima y solitaria. Y al escribir esto no escapa el escritor de la sensación de que el verbo cagar no se expone con la misma libertad o desenvoltura con la que se expone orinar, por ejemplo, aunque este último también signifique liberación de excremento.

    Esa repulsión, ese infinito desprecio, ese indignado aborrecimiento, son las bases sobre las que se asienta una obra de arte capital del siglo XX, cuyo tema central es la libertad del Hombre y las amenazas que sobre ella se ciernen. Estoy hablando de Saló o los 120 días de Sodoma del director italiano Pier Paolo Pasolini. El antecedente de esta histórica película es la novela que Donatien Alphonse François de Sade, mejor conocido como el marqués de Sade, escribiera durante su permanencia en la prisión de la Bastilla y cuyo título es Las 120 jornadas de Sodoma o la escuela de libertinaje.  De hecho, las líneas diegéticas de novela y película discurren en un hilo común: el matrimonio simultáneo de cuatro poderosos depravados; particular ceremonia donde cada uno de ellos ofrece su hija a otro del cuarteto.  Por supuesto que, tratándose de Sade, es fácil deducir que la entrega matrimonial es solo formal pues nadie estará exento de la posibilidad de disfrutar a placer de las doncellas entregadas, ni siquiera sus propios padres. El final de alguno de los primeros párrafos de la novela termina de esta guisa: “… cada uno de nuestros cuatro personajes así unidos se encontró, pues, marido de cuatro mujeres.”

    La narración es un símil de las consecuencias que sobre la libertad humana produce la falta de límites del poder. He allí la razón por la que el cineasta italiano añadió al título original del novelista francés, la alusión a la fallida República Social Italiana o Saló, intento nazi–fascista de recuperar una Italia ya casi totalmente bajo el dominio aliado en la segunda guerra mundial. El ambiente del film es justamente esa fallida república, recurso fílmico intachable para traer al siglo XX  la sensación de protección e impunidad, que en el XVIII diera a los libertinos el castillo de Silling, ambiente de la novela, propiedad de uno de los cuatro pervertidos. Como escribe el propio marqués: “...habían elegido un retiro apartado y solitario, como si el silencio, el alejamiento y la tranquilidad fueran los poderosos vehículos del libertinaje, y como si todo lo que imprime mediante estas cualidades un terror religioso a los sentidos debiera evidentemente conferir a la lujuria un atractivo más.”

    Donde Sade nos presenta a los libertinos como un aristócrata y su hermano obispo, a quienes se unen un banquero y un juez, no mejores que ellos en calidad humana, Pasolini los transfigura en el Duque, el Obispo, el Presidente y el Magistrado. Los actores Paolo Bonaccelli, Giorgio Cataldi, Aldo Valetti  y Umberto Paolo Quintavalle  nos trasmiten íntegra toda la repulsión, que el director italiano quiere ganar en nosotros como espectadores hacia los respectivos personajes. Si la gestualidad no fuera suficiente para ello, los diálogos refuerzan el efecto esperado. En alusión a las diferencias sociales, el Presidente afirma: “Sin esa diferencia la felicidad no podría existir… ninguna voluptuosidad adula más a los sentidos que el privilegio social.” Por esta razón, los cuatro depravados hacen uso de todo su poder para invitar o secuestrar –según el caso– una amplia cohorte de personajes que harán coro a su infame ceremonia como propiciadores o víctimas. La fiesta de la ignominia comienza, pero tiene sus reglas… que obligan a todos, menos a los propiciadores, por supuesto. “Todo es bueno cuando es excesivo”, es la máxima que, como patrón propio de conducta, enuncia uno de ellos.

    En Pasolini cohabitaban tres contradicciones que, aun cuando históricamente hayan buscado zonas de contacto, parecen inconcebibles sin sus brechas: Pasolini era comunista, católico y homosexual. Cabalgar de tal manera sobre la ola de la contradicción solo podía significar una vida atormentada, y su asesinato en extrañas circunstancias, poco después de la filmación de Saló, dio pie a todo tipo de especulaciones. En cualquier caso, su credo comunista, su concepción de la miseria y la pobreza como males derivados de las relaciones económicas, sociales y políticas penetra su filmografía, de maneras muy evidentes. La sociedad de consumo cala en las conciencias hasta el punto de hacer reos a sus portadores. Mas lo grave del caso es que los presidiarios aceptan su condena y la defienden como ganancia de vida. En los tiempos que corren la actividad de las redes sociales –y la idiotez derivada de su iconografía, que produce lectores incapaces de digerir más de 280 caracteres–  no parecieran desmentir este postulado pasoliniano.

    Saló es una película chocante. Lo es a propósito. Pasolini no quiere complacer a nadie. Nunca fue hombre de medias tintas, ni con amigos ni con adversarios. Podemos estar seguros de que le traían sin cuidado los numerosos espectadores de la película que abandonaron la sala a media proyección. Los previó con seguridad. El director, poeta, ensayista, quiere mostrar sus demonios tal como los vive. Uno de esos demonios es la libertad arrebatada al ciudadano común –al pobre, al miserable–  por el poder. El poder que no solo tiene la capacidad de sojuzgar al hombre –brutal o sutilmente, no importa– sino que además puede reducirlo a ser el cómplice de su propio sometimiento. Así, los jóvenes que en algún momento aguantaron sus intestinos hasta más no poder, para producir de la peor forma lo que ellos y sus compañeros ingerirían posteriormente, observan al final del film un festín de sangre con tal indiferencia que deciden bailar al ritmo de una música tranquilizante.

    El punto más alto del envilecimiento de la libertad por el poder es esta aceptación sumisa y casi alegre. El mismo Pasolini lo retrata en un ensayo de caracterización del nuevo fascismo: “El retrato robot del rostro aún anónimo de este nuevo Poder muestra vagos rasgos ‘modernos’ a causa de su tolerancia y de una ideología hedonista perfectamente autosuficiente. Sin embargo, también posee rasgos feroces y sustancialmente represivos. La tolerancia es una ficción: ninguna persona ha tenido nunca que ser tan normal y conformista como el consumidor. Y en cuanto al hedonismo, es evidente que oculta la ambición de dirigirlo todo con una crueldad nunca antes conocida. De modo que, debido a un ‘cambio’ de la clase dominante, este nuevo Poder que aún nadie representa es, en realidad –por utilizar la vieja terminología–, una forma ‘total’ de fascismo. Pero este Poder también ha ‘homogeneizado’ culturalmente toda Italia: se trata, pues, de una homogeneización represiva, aunque se haya producido a través de la imposición del hedonismo y de la joie de vivre. La estrategia de la tensión es una señal anacrónica de todo esto.”

    El Hombre puede ser restringido de muchas formas posibles, pero mientras haya un espacio en el que pueda mantener su dignidad, no estará reprimido del todo, o mejor, sigue siendo un hombre libre a pesar de sus restricciones. Pasolini muestra que también la mierda sirve de metáfora. La metáfora de la libertad perdida totalmente... cuando se arrebata hasta la dignidad.

miércoles, 10 de junio de 2020

LA MATEMÁTICA COMO PRETEXTO CINEMATOGRÁFICO


    El cine es profundamente paradójico. En principio resulta ser una gran mentira. (La idea –creo– es de Borges. No estoy seguro. Me gustaría tener buena memoria... o más disciplina.)  Pero la bondad que podamos reconocer del cine, radica en su capacidad para hacernos cómplices de la mentira de la que nos hace víctimas. Una de la razones que nos puede llevar a decir de una película que “es mala”, es nuestra propia negativa a aceptar la historia contada como creíble; para descalificar una película usamos como argumento la no aceptación de la mentira implícita en las líneas de texto que presenciamos transfiguradas en imágenes. Fácil colegir de la necesidad de complicidad el disfrute de la identificación, razón por la cual se hace placentera cualquier cosa del cine que podamos asumir como reflejo de nosotros mismos; lo que, por supuesto, incluye el ejercicio profesional individual como argumento cinematográfico;  más todavía si se trata de un ejercicio profesional que buena cantidad de personas consideran esotérico o destinado a élites, como el ejercicio científico y, en particular, el matemático.


    La divulgación matemática se mueve en una corriente de doble valoración pública. Mientras una tendencia sacralizadora le aleja de los “mortales comunes” y desmotiva su lectura, posiblemente esa misma sacralización sea la responsable de éxitos editoriales como El hombre que calculaba, cuyos acertijos llevan década tras década maravillando a antiguos y nuevos adeptos. Los años recientes presencian un surgimiento de la curiosidad matemática que ha dado éxito a buena cantidad de nuevos títulos como El diablo de los números, El tío Petros y la conjetura de Goldbach, El teorema del loro, Crímenes imperceptibles, entre muchos otros. Los temas ya se están haciendo algo repetitivos, pero a fuerza de numerosos todavía dan ocasión para ser convertidos en argumentos.

    Si se comienza por la literatura es inevitable (así lo quiso el siglo XX) terminar en el cine. (¿Alguien me puede nombrar una obra clásica que no haya sido explorada –con mayor o menor éxito, no importa– para su exposición en celuloide?)  Pero dado que toda película plantea un conflicto y los conflictos involucran a seres humanos (o humanizados, también), son entonces las diferencias de carácter la esencia de cualquier línea argumental. El estereotipo quiere para el científico adjetivos como desabrido, taciturno, insustancial, rutinario, anodino, insulso. ¿Cómo obtener de esos adjetivos sustancia para el conflicto? Se podrían ensayar varias fórmulas. Una de ellas es el mentís, la enérgica desvalorización del estereotipo, el contraejemplo vital que contradiga expectativas masivas. Otra posibilidad es su admisión, junto a la constatación de que la variedad humana no siempre acepta pasivamente las diferencias y eso es una fuente de conflicto.

   ¿Sería una consideración como ésta la que llevó a Sam Peckinpah en 1971 a poner como protagonista de Los perros de paja al matemático David Summer, representado brillantemente por el aun joven Dustin Hoffman? Cierto que la personalidad de Summer se adapta en algo al estereotipo: profundamente intelectual, algo distraído, reconcentrado en su investigación, con poco interés sexual hacia su voluptuosa y provocativa esposa Amy (Susan George). Es una personalidad ideal para el enfrentamiento que quiere el director entre un hombre algo taciturno y un ambiente social cargado de una atávica, profunda, temible y aletargada violencia. Pero el propio Peckinpah deja bien claro que la taciturnia no es sinónima de cobardía, y que quien fuera hasta algún momento insulso prójimo puede responder a la violencia con una fuerza interior insospechada, cargada de responsabilidad moral y personal. Cuarenta años después Rod Lurie (director de Nothing but the truth, una interesante película en la que Venezuela juega un papel de cierta importancia)  dirigió un lamentable remake con el mismo nombre que la obra de Peckinpah. El Summer de Lurie es un guionista de cine; no es solo este cambio de detalle lo que hace su película una mala copia, pero con él podría ilustrarse una diferencia entre directores en cuanto respecta al tino en la selección de los personajes, sus caracteres y motivaciones. 

    En El espejo tiene dos caras (1996), uno de los múltiples ejercicios narcisistas de la directora, actriz y cantante Barbra Streisand, se insiste en el estereotipo del matemático taciturno. Esta vez le toca a Jeff Bridges la estupenda caracterización del matemático Gregory Larkin de Columbia University, escritor científico de éxito relativo y profesor de clases aburridas a más no poder. Larkin sufre de un raro síndrome que le produce mareos y desequilibrios corporales ante las posibilidades de encuentro sexual, lo que lo lleva a proponer a Rose Morgan (Streisand), profesora de literatura de la misma universidad, un matrimonio ausente de sexo o lo que se le parezca, basado principalmente en el intercambio intelectual. Una comedia sentimental de desenlace fácilmente previsible, en la que un personaje carente de energía vital la recibe de otro que almacena un enorme potencial. No será difícil adivinar quién carece de  energía y quién la entrega a borbotones. El discurso matemático del film es absolutamente disparatado (algo así como “no importa, ¿quién va a entender eso?”)  y en una cena romántica se describe la conjetura de los primos gemelos solo por la definición de primos gemelos; más tarde un profesor iracundo le reclama a una estudiante distraída que no haya comprendido la definición de número primo ni la definición cantoriana de conjunto infinito: ¡una sesión de clase de bastante extensión por lo visto!

    Más interesante como análisis psicológico es En busca del destino (Good Will Hunting), cinta dirigida por Gus Van Sant en 1997, que contó con un reparto de primera calidad: los hermanos Affleck, Matt Damon, Minnie Driver, Robin Williams, Stellan Skarsgård. El opresivo ambiente de la investigación científica universitaria (en las universidades donde la investigación es la base de la supervivencia académica) muestra parte de su lado oscuro, cuando el ficcional ganador de la medalla Fields Gerald Lambeau (Stellan Skarsgård) descubre las posibilidades del obrero Will Hunting (Matt Damon) –basadas en su prodigiosa memoria que le permitiría aprender todo lo que le viniera en gana– se plantea orientar este  enorme potencial en ayuda de su propia investigación en teoría algebraica de grafos. (La medalla Fields se considera el premio de matemática equivalente al Nobel. Se otorga cada cuatro años desde 1936. Dudo que hayan sido muchos –si los hubo– los espectadores que aprovecharon su alusión en el film para averiguar qué cosa era.) Lambeau saca partido de un problema judicial de Hunting para ponerlo en las manos de su amigo el psicoanalista Sean Maguire (Robin Williams), con la esperanza de que éste le muestre el “buen camino”, que no es otro que el estudio al lado del triunfante matemático, necesitado ahora de sus logros de antaño que se le muestran esquivos al momento actual. (Vale la pena observar que la medalla Fields se otorga a matemáticos menores de 40 años, pues se piensa que es la edad tope para la producción matemática de verdadera calidad. ¿Quién impuso el tope? Lo desconozco por completo.) Lambeau equivoca su cálculo y el pulso psicológico que se plantea entre los tres personajes hace a esta película un film de muy alta factura.  El final es feliz pues impone lo humano sobre las ambiciones personales por muy científicas que sean. Final feliz, pero también previsible por el espectador.

    Pero si de psicología hablamos es imposible no recordar a Pi, orden en el caos, la ópera prima de Darren Aronofsky de 1998, cinta que ha recibido múltiples valoraciones críticas que van desde las más descalificadoras hasta las más sublimes. El matemático Maximilian Cohen (Sean Gulette) atormentado por fuertes jaquecas, producidas por mirar de niño directamente al sol, está obsesionado por conseguir regularidades en los números de la bolsa. En razón de esta búsqueda es perseguido por dos grupos distintos: uno religioso y otro económico. Ambos grupos creen que la investigación de Cohen tiene la clave para la resolución de sus propios problemas. La persecución de que es víctima atormenta aun más a Cohen quien resuelve el hilo dramático con un recurso cuyo significado no es otra cosa que la apelación a la inconsciencia como una manera de alcanzar la felicidad. Pero Aronofsky no permite al espectador el acercamiento a la ironía presente en Un mundo feliz de Huxley o Fahrenheit 451 de Bradbury sino que, por el contrario, pareciera sugerirle que su solución es una propuesta firme, lo que deja al espectador con profundas dudas.

    Los hermanos Chudnovsky (David, 1947 y Gregory, 1952) son dos matemáticos rusos residentes en los Estados Unidos, que han dedicado buena parte de sus esfuerzos científicos a la búsqueda de patrones en la expansión decimal de π, una estructura en la que la mayoría de los matemáticos muestran aquiescencia respecto a su aleatoriedad pura. Para eso han batido récords calculando los decimales de este famoso número irracional hasta billones de ellos, con computadoras  construídas ad hoc. El esfuerzo de Maximilian Cohen guarda cierto paralelismo con el de estos matemáticos reales, al punto de que el personaje ha construido su propia supercomputadora y recibe para esa construcción un costoso y complejo procesador, del grupo económico al que interesa la investigación de Cohen. Los diálogos matemáticos de la cinta de Aronofsky van sobre un tema muy usado en el mundillo de la divulgación: los números de Fibonacci y la espiral áurea, pero no hay en ella ninguna alusión al trabajo de los Chudnovsky; faltaría saber si las coincidencias corresponden a la casualidad que algunas películas alegan al final de los créditos. En Pi, orden en el caos no vemos tal alegato.

    Otro drama intimista digno de mención en estos comentarios es Proof de John Madden, del año 2005. (Escribo su nombre en inglés pues en nuestro país jamás fue proyectada, y en otros de habla española recibió los títulos de La prueba y La verdad oculta.) Madden ya había dirigido a Gwyneth Paltrow en su exitosa Shakespeare apasionado, pero esta adaptación de una obra teatral con el mismo tema resulta una fallida y algo fastidiosa exploración de algunos asuntos relacionados con el ejercicio de la matemática. Uno de estos asuntos es la locura (o el desequilibrio mental) como destino del matemático obsesionado por alguna investigación, tema que quizá está presente en la propia Pi. Otro punto, que es menos lugar común que el anterior, toca los angustiosos niveles humanos en los que se mueve la investigación científica competitiva: la zancadilla, la envidia, la petrificación humana intelectualoide, la pedantería y otras lindezas. No obstante el interés del tema (al que se añaden los conflictos personales extra–matemáticos) la película es lenta y algo aburrida, de lo cual no la salva ni la maravillosa interpretación de Anthony Hopkins.

    Alejandro Amenábar nos regaló en 2009 Ágora, biopic algo dulcificado de la pensadora alejandrina Hipatia, hija del filósofo y divulgador Teón. A esta brillante mujer se le reconoce como matemática precisamente por su papel divulgador de los Elementos de Euclides y otras obras de la Grecia clásica. Menciono la película en este artículo porque una de sus escenas más intensas describe a la maestra hablando ante un Aspasio arrobado por su belleza (la personalizó Rachel Weisz), a quien le explica la tesis kepleriana del movimiento elíptico de la Tierra alrededor del sol, usando además la construcción de la elipse conocida como construcción del jardinero, cosa que se conoció muchos años después del momento en que se supone el episodio. El anacronismo lo evita el español porque la filósofa explica la teoría como una intuición propia que podría probar la posteridad. El alumno responde también intuitivamente al abrazo emocionado de la maestra, solo para reparar rápidamente en su propio atrevimiento. La escena es de un dulce erotismo.



    Pero, ¿puede la matemática ser parte de la trama y no un accidente asociado con los personajes?… Sí… Puedo mencionar tres filmes, dos de las cuales tienen relación con Argentina y uno producido en España. Los crímenes de Oxford, película de habla inglesa dirigida por el español Alex de la Iglesia, basada en la novela Crímenes imperceptibles del matemático argentino Guillermo Martínez, muestra a John Hurt y Elijah Wood metidos en la piel del matemático Arthur Seldom y su alumno Martin, descifrando una serie de enigmas matemáticos cuya solución develará una cadena de misteriosos crímenes. En Moebius, thriller dirigido por el argentino Gustavo Mosquera, el topólogo Daniel Pratt resuelve el problema de la pérdida misteriosa de un tren del metro de Buenos Aires, lleno de pasajeros. Como nota con propósito de humor comento que una página web donde se toca el mismo tema de este artículo habla del topógrafo Pratt, confundiendo la especialidad del matemático protagonista de la cinta. La topología es la rama de la matemática que estudia las propiedades de los cuerpos que no varían cuando los mismos sufren cierto tipo de deformaciones; se le suele llama geometría de la lámina de goma. La labor de un topólogo difiere bastante de la de un topógrafo; el primero hace matemática teórica y el segundo mide distancias sobre la superficie terrestre. Una de las superficies topológicas más interesantes es la famosa cinta de Möbius, una superficie que carece de adentro y afuera pues tiene un solo lado; es la que le da nombre a la película aunque no se menciona en todo el argumento. (Encima de este párrafo una escultura en forma de cinta de Möbius.)

    Por último, Luis Piedrahita y Rodrigo Sopeña se estrenaron como directores con La habitación de Fermat, thriller algo truculento, en el que con la conjetura de Goldbach como eje central de la trama, cuatro matemáticos se encierran en una habitación que reduce su tamaño con la amenaza de comprimirlos entre sus paredes, a menos que resuelvan una serie de acertijos del tipo de El hombre que calculaba. La película es entretenida y los acertijos son sencillos, quizá su dificultad para matemáticos profesionales es que las paredes se van cerrando y la amenaza de trituración cesa temporalmente cuando se resuelve uno de los problemas… hasta que se plantea el otro. Al final, la conjetura de Goldbach se convierte –literalmente– en agua. Esta famosa conjetura fue un problema planteado en el siglo XVIII por Christian Goldbach y es tan difícil de resolver que, al día de hoy, ningún matemático ha podido con ella. No obstante su dificultad de resolución, su enunciado lo puede entender hasta un muchacho que ingresa al bachillerato: todo número par mayor que 2 es igual a la suma de dos números primos. Un número par es un múltiplo de 2  y un primo solo tiene dos divisores: él mismo y la unidad. (Ejemplos: 4=2+2, 6=3+3, 8=5+3, 10=7+3, etc.)

    La lista es larga y las motivaciones también. Hago una selección harto limitada, basada en mi experiencia (por supuesto) y casi que en mis gustos. El casi arropa a lo que estoy dejando por fuera por consideraciones de espacio tipográfico. Si el lector guglea (me atrevo con mi neologismo porque la Academia va siendo laxa con el asunto) encontrará buena cantidad de referencias, cuya consulta mostrará cruces y diferencias. No me he ocupado ni siquiera de las más taquilleras u oscarizadas como Una mente brillante, La teoría de todo, El código Enigma o El hombre que conoció el infinito. Lo bueno es que cada una da para tener un artículo propio por sus valores cinematográficos y, adicionalmente, científicos.

    Lo cierto es que la matemática como tema artístico tiene más éxito en el cine que en la literatura. El papel intimida: no causa la misma impresión una fórmula fija en el papel que un pizarrón lleno de fórmulas, que estará ante la vista por escasos segundos.  Debe ser un asunto de compromiso, pero eso no es importante. Sí lo es el que la matemática, tan llena de imaginación a pesar de la corriente de pensamiento que la supone cuadriculada, incite la imaginación de los productores de imágenes, esos que están dispuestos a mentirnos para que disfrutemos por la aceptación de sus mentiras.