domingo, 21 de septiembre de 2014

El teorema cero


La distopía -palabras más, palabras menos: la utopía negativa- es un género que padece de algunas constantes pero, evidentemente, la más persistente entre éstas es el temor a la violación de la naturaleza humana, preferiblemente por alguna entidad suprapersonal, que puede tomar el control del individuo sobre la base de alguna armazón social especialmente elaborada para ello. Formas diversas del Big Brother o Gran Hermano orwelliano se imponen, por lo general a uno o varios protagonistas que, por determinada razón particular, pueden o podrán adquirir una forma de conciencia que les permitirá entender los términos de opresión que sus contemporáneos no pueden comprender y de los que, además, se sienten felices. 

El género distópico es afín a Terry Gilliam (Brazil, Doce monos) y lo ha manejado con éxito, al menos en las dos producciones mencionadas. El teorema cero (2013) repite gran parte de las constantes, al punto que hace recordar tanto sus producciones anteriores como cintas ajenas: a veces vemos trozos de 1984 de Ratford, de Fahrenheit 451 de Truffaut (ambas basadas -como se sabe- en las novelas de Orwell y Bradbury, respectivamente) de Matrix de los Wachowski y de filmes más recientes como Her de Jonze. A pesar de todas esas semejanzas, no creo que pueda decirse de El teorema cero que no se trata de una película original, por el contrario -una vez aceptadas las premisas del guión (a cargo de Pat Rushin)- el hilo de la película te enreda fácilmente en su madeja, para lo cual Gilliam contó nada menos que con el protagonismo de Cristoph Waltz (aquel infame militar nazi de Bastardos sin gloria de Tarantino), quien se encarga de identificarnos emocionalmente con el terriblemente tímido, temeroso y solitario Qohen Leth, inteligente programador al servicio de Mancom, corporación cibernética cuyo lema es Todo está bajo control.

Mancom ha de resolver el gran problema del Universo: el del cierre del Big Bang... he ahí el teorema cero. Los cálculos parciales predicen con altísima probabilidad (más del 90%) la futura presencia de un agujero negro que lo absorberá por completo, hasta reducirlo de nuevo a un punto de dimensión cero. (Al margen: esta explicación me llevó a Nietsche. ¿Volverá a estallar de nuevo este punto? ¿Lo hará en las mismas condiciones que su predecesor? ¿Se repetirá nuevamente el Universo con nuestras actuales venturas y desventuras?... Gilliam no participa de este enigma y solo hace decir a su protagonista: ¿Cómo puede alguien creer en algo tan horrible?) Pero Mancom -liderada por Dirección, un enigmático e irreal Matt Damon- no está conforme con ese exceso sobre el 90%... Cero solo es posible con el 100% de probabilidad.

El encargado de llegar al teorema es un misántropo, convencido de la inmediatez de su muerte, quien espera una misteriosa llamada telefónica que le revelará grandes, esperados y deseados secretos. A partir de la asignación de la tarea, diversos personajes se entremezclarán en su vida, generando un giro de 180 grados, a consecuencia del cual Qohen cambiará radicalmente sus expectativas de vida. El final de la película nos dice que aun cuando "esperanza" viene del verbo esperar, a veces la Esperanza aparece de lo inesperado.

El elenco actoral que acompaña a Waltz en esta película, está a la altura del compromiso. Matt Damon -en un papel que algunos llaman cameo, con lo que no estoy de acuerdo- le da vigor a una Dirección que debe tener forma humana, aun cuando solo sea una imagen. Melanie Thierry está profunda en su papel de tierna prostituta, despojada de su oficio por arte del amor, aunque por encargo. Tilda Swinton, como programa de psicoanálisis al servicio de Cohen, bizarro papel dentro de los tantos bizarros que ha representado la Swinton con maestría (recordemos la reciente anciana enamorada de El Gran Hotel Budapest). David Thewlis, el impertinente supervisor que agota la paciencia de Qohen. Lucas Hedges, en una impresionante caracterización del adolescente genio de la computación, hijo de Dirección que gana la amistad genuina del protagonista.

La música de George Fenton y la fotografía de Nicola Pecorini contribuyen al clima opresivo de la película -excepto en los pocos momentos felices del personaje, en los cuales también hacen pareja emocional- rematando así la hechura de un producto recomendable.