El cine es arte e industria. Esa frase la he leído muchas veces,
algunas de ellas con el añadido “a partes iguales”; pero este
añadido es ilusorio. No es vana la afirmación del comediante y
cineasta Taylor Perry según la cual quien tiene el oro pone las
reglas. Charles Chaplin fundó su propia productora para sus propias
películas: alguien tan exigente con su arte no podía permitirse el
lujo de verlo mediatizado por el poder del dinero. Y él supo hacer
suficiente dinero para imponer su soberana voluntad a su exquisito
rigor. En su caso particular confluían arte e industria, pero ambas
en beneficio de la manifestación artística. También hay que decir
que sus éxitos de taquilla no desaconsejaban comercialmente el
ejercicio de su arte: Chaplin llegaba a las masas con la misma
facilidad que a las audiencias preparadas intelectualmente. Esto, no
obstante, no es materia común, es más una rareza.
El gusto es una educación, un entrenamiento. Si alguien sabe de
esto es la propia industria del entretenimiento, eufemismo que
disfraza al negocio de la elaboración de productos audiovisuales
destinados al consumo masivo acrítico. La eficacia de este negocio
es medible con la observación de las expresiones verbales y
actitudes de las personas que asisten a las proyecciones
cinematográficas. “Vengo al cine a divertirme, no a pensar”
pudiera ser frase representante canónica de una tendencia, que niega
al espectáculo la posibilidad de ser un ente generador de
pensamiento crítico. La frase en sí misma es todo un mito, pero
encubre otros que demandan del cine una urgencia de actualidad,
negadora de la historia del séptimo arte y del valor de sus
contribuciones clásicas. El espectador educado por la industria del
entretenimiento difícilmente entenderá que El ciudadano Kane
o La quimera del oro son verdaderas obras maestras. Lo más
lamentable es que su primera objeción apuntará al hecho de que son
obras en blanco y negro… ¿para qué verlas si hace tanto que
existe el color?
Un fenómeno del cine asociado a todas estas consideraciones es el
remake, anglicismo que nombra al hecho de filmar una película
con el argumento y/o el nombre de otra previamente filmada. Por
supuesto que la repetición temática no es coto privado del cine:
para el teatro, por ejemplo, es absolutamente necesaria y la pintura
podría proporcionar cientos de ejemplos. Pero el espectador medio
–el que paga las entradas, el que sostiene la industria, no el
cinéfilo atento a la manifestación artística– suele pensar que
es un hecho excepcional el tener que ver la misma película repetidas
veces. A diferencia de la pintura o de la música, que son artes cuyo
disfrute es esencialmente repetitivo, el cine es para consumo
unitario. Las películas de gran éxito comercial producen secuelas y
precuelas; las primeras continúan el argumento, las segundas
explican –a posteriori– su origen. El remake tiene otra
naturaleza y me gustaría explorar –a partir de ejemplos y con afán
especulativo y no científico– algunas de sus posibles
motivaciones.


Un caso muy interesante es cuando el remake proviene del propio
director de la obra. El hombre que sabía demasiado (The
man who knew too much) de Hitchcock es un notable ejemplo, que
dibuja la insatisfacción del realizador frente a su obra. A la
versión de 1934 el británico la calificó como la obra de un
principiante talentoso, mientras que a la de 1956 la concebía como
el trabajo de un verdadero profesional. El profesional maduro
corrige al joven talentoso. No es el caso del austríaco Michael
Haneke, director de la perturbadora (toda la obra de Haneke perturba,
pero esta lleva al espectador al extremo) Juegos divertidos
(Funny games). Evidentemente una película como ésta jamás
podría ser un éxito de taquilla; muy rápido se correrá la voz de
la cantidad de espectadores que abandonan la sala antes del fin de la
proyección, pero el mismo Haneke complicó aun más el asunto al
decir que quien se queda hasta el final es porque lo necesita, lo
cual significa toda una acusación abofeteadora. A pesar de ello,
como el público norteamericano no es aficionado a ver películas con
subtítulos, a la versión alemana de 1997 el austríaco la copió en
inglés en 2007, cuadro a cuadro, escena a escena, escenario a
escenario, casi diálogo a diálogo, con Naomi Watts como productora
y actriz principal. Distinto idioma; el mismo director: las mismas
sensaciones… desagradables. El disfrute –si se puede llamar así–
proviene de la reflexión posterior, no de la contemplación de la
obra.


Relacionado con la necesidad del espectador de ver la obra en su
propio idioma (sin doblajes), ligado además a la crisis de ideas que
afecta a Hollywood desde hace algunos años, el remake de películas
extranjeras se presenta como una alternativa razonable de negocios.
Pero los resultados no siempre responden a las expectativas. Dos
ejemplos argentinos podrían ilustrar: Nueve reinas de Fabián
Bielinsky y El secreto de sus ojos de Juan José Campanella.
El remake de la primera fue probado por el director Gregory Jacobs y
producida por la compañía de los connotados Steven Soderbergh y
George Clooney, con el nombre de Criminal, pero fue un intento
triste y fallido: John C. Reilly ni siquiera se aproximó a la
gigantesca interpretación de Ricardo Darín y la película, en
territorio norteamericano, vendió mucho menos que su copiada versión
sureña. La obra maestra de Campanella (con guion de Eduardo
Sacheri), ganadora del Óscar a la mejor película extranjera, se
presentaba como una apuesta difícil, pero el director Billy Ray la
aceptó bajo el acicate del propio Campanella, a quien el resultado
le satisfizo. No obstante, esta producción está muy por debajo en
calidad de la que tomó inspiración; no puedo detenerme en muchos
detalles pero basta observar que la pareja Darín–Villamil,
transmite desde sus personajes una tensión sexual permanente,
distinta totalmente a la disposición al affair liviano (casi
adolescente) que encontramos en la pareja Ejiofor–Kidman. Tan débil
es la relación emocional que el director necesitó del testimonio
del propio marido, para hacer evidente lo que la actuación no pudo
comunicar. Conversar sobre las diferencias en el tratamiento de los
aspectos políticos requeriría un artículo ad hoc.

El remake suele aspirar a alguna independencia respecto a la obra en
la cual se basa. Esto pareciera lo más sensato del mundo, pues se
trata de un nuevo producto: algo distinto ha de ofrecer. Líneas
atrás hablamos de la copia idéntica que Haneke hizo de su propia
obra, hecho que nos enfrenta a muchos interrogantes, difíciles de
desarrollar en un artículo que pretende pincelar crítica hacia una
variedad de obras, pero que no pareciera tener otra motivación que
la comercial. De un autor no creo que podamos decir que es servil
consigo mismo, pero en esta materia el palmarés parece llevarlo
Psicosis (Psycho) de Gus van Sant, triste remedo
imitativo –cuadro a cuadro– de la genial película del mismo
nombre de Hitchcock. Parece que van Sant (cineasta de altas cotas)
quería verla en colores; mucho más no se puede decir de ella,
aunque en estos casos la comparación actoral es un tema sensitivo
para mí, y no puedo pasar por alto que el Norman Bates de Vince
Vaughn jamás producirá en ningún espectador el terrible
estremecimiento que nos provoca el Bates de Anthony Perkins.


Las diferencias de calidad entre obra original y remake es también
un tema digno de abordaje. Algunas veces ambas son obras sublimes
como en el caso de El cartero siempre llama dos veces (The
postman always ring twice), de
la cual podemos disfrutar igualmente tanto la versión de 1946 de Tay
Garnett, protagonizada por Lana Turner y John Garfield, como la de
1981 de Bob Rafelson, interpretada por Jessica Lange y Jack
Nicholson. Si me pidieran algún detalle importante que las
diferenciara me quedaría con la clásica escena del sexo en la mesa
del pan, que nos brindaron Nicholson–Lange, escena que ha sido
copiada (o mal copiada) en infinidad de películas de calidad
variable. (Mauricio Walerstein lo intentó en 1986 con la venezolana
De mujer a mujer.) En el tono de la disputa respecto a la
valoración se encuentran las dos versiones fílmicas de la Lolita
de Vladimir Nabokov, que llevan el mismo nombre de la novela. La
primera es de Stanley Kubrick en 1962 y la segunda de Adrian Lyne en
1997. Ambas me parecen buenas películas, por lo cual estoy fuera del
grupo que detesta a una en beneficio de la otra, y los argumentos de
cada fan en pro de su preferida particular me han parecido todos de
lo más razonables. La actuación de Jeremy Irons (quien parece haber
nacido para este tipo de papeles enfermizos) en la de Lyne, me
transmite mucho más la morbosa desesperación del Dr. Humbert que la
rigidez de James Mason. No obstante, el asesinato de Quilty en
Kubrick, con la sangre emanando del orificio abierto en la pintura
clásica, es de una genialidad que contrasta con la burda persecución
a un hombre en pelotas que nos muestra Lyne.

Entro entonces en lo que pudiéramos llamar la sección de los
remakes que no debieron haber sido nunca filmados, de los
absolutamente prescindibles. Ya mencioné la Psicosis de van
Sant, pero es forzoso incluir su nombre en esta sección, así sea
sin comentarios adicionales... pasemos a otra cosa. En 1971 Sam
Peckinpah, polémico cineasta estadounidense, nos sorprende con Los
perros de paja (Straw
dogs), en la que destaca
el joven Dustin Hoffman (David) haciendo pareja con una bella,
seductora e inquietante Susan George (Amy). En 1969 ya Peckinpah nos
había impresionado con la violenta La pandilla salvaje (The
wild bunch), pero en Los perros de paja el norteamericano
lleva el tema de la violencia a un extremo perturbador de reflexión
acerca de la responsabilidad individual en la generación de la
misma. Cuarenta años después, Rod Lurie (director de la
recomendable Nada más que la verdad [Nothing but the
truth, 2008] en la que
Venezuela es parte del eje central de la trama) intentó “revivir”
la película de Peckinpah con un reparto que incluía a James Marsden
(David) y Kate Bosworth (Amy). Contradictorio intento de darle vida a
lo que aún es fuerte y vigoroso con un engendro que murió casi al
nacer, precisamente por carecer en absoluto de la vitalidad de las
obras de arte imperecederas. Reproduzco un comentario de Owen
Gleiberman leído en la página web Filmaffinity: “La
'Straw Dogs' original no era, al menos para mí, una de las obras
maestras de Peckinpah, pero es una película que la gente que la vio
entonces todavía recuerda 40 años después. Dudo que alguien
recuerde esta versión el mes que viene.” Coincido con Gleiberman
en su conclusión, no así en su presentación: para mí Los
perros de paja
es una película de culto; si no, ¿cómo es posible que se recuerde
después de 40 años de haberla visto? (Confieso un pecado: me la sé
de memoria, pero cada año la veo al menos una vez.)

Llego por
fin al momento de cierre y, por supuesto, he de hacerlo tal como
promete el título: comentando el remake como deformación. En 1974
Dino Risi nos presenta un producto cinematográfico con una profunda
carga poética y humanística: Perfume
de mujer
(Profumo
di donna),
con un Vittorio Gassman de primera, al lado de la bellísima Agostina
Belli y el talentoso Alessandro Momo. El filme recibió múltiples
galardones y la nominación al Óscar como mejor película
extranjera. Gassman interpreta magistralmente al capitán Fausto,
militar que ha perdido una mano y la visión completa por jugar con
una granada en maniobras de guerra; sus heridas han magnificado su
carácter irascible, pero muy pronto nos damos cuenta de que son más
espirituales que físicas: conseguimos un hombre que necesita del
amor pero ha perdido la capacidad de manifestarlo. El final de la
película es una lírica y conmovedora súplica amorosa. Entendemos
así los efectos de la guerra, sus terribles consecuencias: no arma
la cinta una épica gloriosa, nos invita a reflexionar sobre su poder
destructivo: físico y moral. (Un diálogo de esta película se me
hizo compañero de vida: “Mira que la amistad es cosa seria, ¿sí?
¿Sabes qué es un amigo? Alguien que te conoce a fondo y, sin
embargo, te quiere.”)

Dieciocho
años después, en 1992, Hollywood nos ofrece Scent
of a woman,
de la mano del director Martin Brest, en el que un inmenso Al Pacino
–merecedor del Óscar por esta actuación– se mete en la piel
del teniente coronel Frank Slade, también ciego por jugar con una
granada pero con sus dos manos íntegras. No obstante, Slade es un
individuo orgulloso, representante fiel del soldado estadounidense,
exhibidor del glorioso papel histórico (tantas veces demostrado en
innumerables guerras sufridas por otros países), protector de los
sagrados valores democráticos que definen a la sociedad del país
norteño de acuerdo a los parámetros de su particular visión épica.
Un Rambo invidente que, a pesar de su limitación física, no tiene
dificultad en bailar un tango con una bella mujer (escena hermosa
como pocas en la historia del cine mundial), ni manejar en plena
ciudad un Ferrari a 150 km/h solo con las indicaciones verbales
desesperadas de su ayudante (escena ridícula como tantas del cine
gringo). A su intento de suicidio no lo conduce un sacudimiento
interior de conciencia, sino un sentimiento de impotencia ante la
pérdida de sus capacidades físicas. Sentimiento que contrarrestará
con su actitud de soldado valiente y arrojado, tal como lo muestra el
final de la película, tan distinto al de la italiana. La cinta de
Brest dice estar basada en la de Risi pero, mientras ésta es un
manifiesto anti–guerra, aquella reivindica la necesidad guerrera de
los Estados Unidos, esa necesidad que ha sustentado su papel de
potencia mundial dominante en el planeta. Por paradójico que
parezca, la traición es sutil, pero contundente.
En
traducción literal, remake
significa rehacer. Generalmente los objetos de remake son entes de
calidad lo que, en buena lógica, hace contradictoria la necesidad de
rehacer. Pero el poder de don Dinero no se detiene en consideraciones
lógicas de ninguna especie. Porque, en contradicción aun más
profunda, a veces se puede rehacer con intención de destruir.