miércoles, 13 de junio de 2012

Matemática y humanidades (Parte II: La belleza)

En una conferencia hermosa y erudita, titulada La belleza desde el punto de vista de la matemática, el Dr. Mauricio Orellana Chacín, uno de los matemáticos más importantes del país, mostró la delicada imbricación entre un buen número de manifestaciones artísticas plásticas (tanto en su forma ordenada, es decir, en términos de perspectiva, simetría y proporcionalidad, como en las aparentemente caprichosas del arte moderno) y profundas ideas matemáticas como, por ejemplo, las de grupos geométricos, fractales y caos.

Sitúa así Orellana Chacín a la matemática en el digno papel de garante de la solidez estética de buena cantidad de obras maestras que abarcan casi toda la historia del arte universal. Mas, sin embargo, pienso que la relación de la matemática con la belleza puede llevarse a una compenetración más profunda que describa la belleza intrínseca a la creación matemática en sí misma. La departamentalización del conocimiento de la cual nuestra época es víctima magna hace que esto no sea tan fácil de digerir, pero quizá la clave para la correcta comprensión la dé el propio Orellana Chacín cuando comienza su conferencia advirtiendo que el concepto de belleza varía con la historia y la cultura.

Por otra parte, Gottfried Hardy, uno de los grandes maestros de la matemática del siglo XX afirmó que: “Puede ser difícil definir la belleza matemática, pero lo mismo sucede con cualquier clase de belleza; podemos no saber concretamente lo que entendemos por un poema bello, pero esto no nos impide reconocerlo cuando lo leemos”.

No hay duda: nuestra percepción de la belleza está regida por nuestra educación; obedecemos cánones que, en muchos casos, tienen ancestralidad milenaria. Golpean violentamente nuestra vista las decoraciones que de sus rostros hacen las mujeres de muchos pueblos africanos, pero tampoco tenemos el derecho de pensar que a sus hombres produzca alguna emoción estética la pálida languidez de nuestras reinas de belleza. Pero no es el momento de distraernos tratando inútilmente de hacer competencia a las sabrosas crónicas de Rubén Monasterios y volviendo a las ideas de Hardy los invito a revisar el siguiente texto:

...y si el sostén nudoso de tu báculo
encuentra algún obstáculo a tu intento,
¡sacude el ala del atrevimiento
ante el atrevimiento del obstáculo!

Quizá se necesite una especial educación (por supuesto que no necesariamente en términos formales) para identificar la cálida juguetonería de las palabras en estos versos del poeta cubano Nicolás Guillén. Pero en cuanto tenemos el entrenamiento para identificar la belleza podemos deducirla de tales versos, incluso antes de entender el pleno significado de los mismos: la sola disposición de las palabras en el texto es fuente de emoción estética. Es decir, una vez capacitados para la captación de la belleza, su presencia nos impacta de forma inmediata, su percepción es automática; pero esta capacitación puede ser (y muy a menudo lo es) producto de un largo entrenamiento y de profundos e íntimos contactos con esas formas de belleza que luego identificaremos con facilidad.

(El párrafo anterior me trae a la memoria una película de Isabel Coixet: La elegida  protagonizada por Ben Kingsley y Penélope Cruz. La película asienta su hilo narrativo sobre una interesante premisa: La belleza está en los ojos del que mira.)

Hoy en día pocas personas se encuentran capacitadas para comprender la belleza de la matemática, porque lejos de recibir educación para dicha comprensión estética han sido víctimas de una feroz propaganda antimatemática que, desde diversos frentes, la presenta como un árbol seco lleno de espinas al cual ha de treparse. Es posible que en un filme percibamos la belleza de un león, pero no lo haremos en una montaña si pretende hacernos formar parte de su dieta. En buena medida, los matemáticos somos corresponsables de estas deformaciones por un exceso de celo en la transmisión del rigor que nuestra ciencia necesita; rigor que, por otra parte, también exige una preparación y una vocación especiales. Quizás, si el énfasis de la enseñanza estuviera puesto más en la generación de las ideas que en la mera información de las mismas, podríamos explotar con mayor facilidad el extenso mundo de relaciones que revela la profunda armonía de la experiencia matemática. Pero éstas son consideraciones de otro discurso. Por ahora me gustaría dar una muestra de una proposición matemática muy elemental cuya belleza me parece evidente, y que puede remontar al lector a sus recuerdos de bachillerato.



En la figura anterior tenemos dos baldosas cuadradas rosadas iguales, cada una de las cuales se ha manchado con cuatro triángulos rectángulos azules también iguales entre sí. Comentadas todas estas igualdades, es claro que las zonas que quedan rosadas en ambas baldosas son también iguales (en área, quiero decir). Pero a la izquierda la zona rosada es el cuadrado construido sobre la hipotenusa del triángulo rectángulo y a la derecha está formada por los dos cuadrados construidos sobre los catetos. En otras palabras, el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos. Nada más y nada menos que el archinombrado teorema de Pitágoras. Pensaba escribir "archiconocido", pero no estoy seguro de que muchos lo hayan conocido hasta este punto de intimidad en el que lo vemos aquí.

El teorema de Pitágoras no es la obra más importante de este extraordinario matemático (o de su escuela que, para el caso, parece ser lo mismo), pero es tal la fama que adquirió que ha ocultado al lego contribuciones pitagóricas de muy largo alcance que están en el centro mismo de lo que se suele llamar “matemáticas superiores”. Los pitagóricos estuvieron convencidos durante mucho tiempo de que, dados dos segmentos de diferente tamaño, siempre era posible conseguir una medida común que estuviera contenida en ambos un número entero de veces; por decir algo, el más largo mediría 15 de estas unidades y el menor 7. Esta creencia tenía incluso un contenido religioso. Sin embargo, su propio teorema fue utilizado para derogar jubilosamente (aunque parezca contradictorio) tal creencia en la posibilidad de división entera de los segmentos.

Esta alegre derogatoria inaugura la presencia de los números irracionales, base en la que se han asentado disciplinas matemáticas muy importantes de nuestro tiempo como el Análisis o la Topología. Mas no es éste el único mérito histórico de este hermoso trabajo sino que, además, significa la primera demostración por reducción al absurdo de que se tenga noticia en la historia del pensamiento, cualidad que incrementa aún más el goce estético por el sentido de sorpresa que subyace a toda demostración de este tipo. La demostración por reducción al absurdo consiste en negar precisamente lo que queremos demostrar, lo que nos llevará a una contradicción que será justamente el aval de nuestra verdad. No daré la demostración para no entrar en consideraciones técnicas que alarguen demasiado el discurso, pero quiero informar al lector que la derogatoria pitagórica se traduce a nuestro lenguaje moderno con la afirmación “la raíz cuadrada de 2 es un número irracional”. Así lo conocen nuestros escolares, pero ignoran toda la historia que envuelve tal afirmación.

Los irracionales son el centro de un discurso matemático que contiene profundas sorpresas: el infinito. Comúnmente se admite la idea de infinito como una posibilidad de extensión sin límite: los números naturales (los que sirven para contar) forman un conjunto infinito, pues si alguien pretendiera fijarnos un límite bastaría sumar 1 a tal límite para obtener un número mayor, así del 1 obtengo el 2, del 2 obtengo el 3, del 3 obtengo el 4... y nadie detendrá este juego sin saber que puede continuar su variedad.

Pero la extensión sin límite es sólo una forma del infinito. Existe también la posibilidad de encerrar infinitos elementos en un espacio limitado, por ejemplo un segmento de recta. Basta observar que los extremos pueden marcarse con 0 y 1 con lo que el centro del segmento corresponderá a ½. Partido el segmento en dos de esta manera se pueden dividir ambos por la mitad para obtener puntos correspondientes a ¼ y ¾. Con las cuartas partes obtenidas se puede hacer una nueva subdivisión por la mitad y así sucesivamente. Quien piense que marca todo el segmento con estos puntos se equivoca, pues observará que puede hacer lo mismo con las terceras partes, con las quintas partes, con las sextas partes, etc. Pero, aun imaginando haber terminado de colocar todas estas infinitas partes, se le puede demostrar que quedarán tantos huecos sin identificar en el segmento que son aún más de los que ha llenado: ¡producen un infinito más grande que otro infinito! ¿Quiénes son estos misteriosos números identificadores que perturban de tal manera el espíritu? Pues, nada más y nada menos que los irracionales pitagóricos.

Quisiera decir muchas cosas más acerca de estas ideas de perturbadora belleza, pero mi discurso no puede ser infinito y para un acercamiento a ellas desde la literatura les recomiendo la lectura de algunos textos maestros de Jorge Luis Borges, como La Biblioteca de Babel, Avatares de la tortuga, La perpetua carrera de Aquiles y la tortuga, La doctrina de los ciclos, Funes el memorioso, La noche cíclica y, en una medida sutil de forma sublime, en El Aleph, El jardín de senderos que se bifurcan y El libro de arena.

No hay comentarios:

Publicar un comentario